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miércoles, agosto 20, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

Sin Ley Moral, no hay Civilización

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«La moral es la base de la sociedad; cuando ésta se corrompe, se corrompen las naciones.” 

Montesquieu
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En el Uruguay nos gusta definirnos como una nación democrática, pacífica y culta. Sin embargo, basta mirar a nuestro alrededor para advertir que la civilización no se sostiene solamente en códigos o en decretos. Lo que verdaderamente mantiene vivo el tejido de nuestra convivencia es algo más profundo: la ley moral. Esa voz interior que dice —sin necesidad de que lo diga el Estado—: no mates, no robes, no mientas, no violes, no traiciones.

Porque lo que sostiene la armonía de un pueblo no es el miedo al castigo, sino la convicción íntima de que hay actos que son intrínsecamente malos. Yo no mato porque sea ilegal hacerlo; no mato por obligación moral, porque sé que destruir la vida de otro es un horror contra la dignidad humana.

El respeto por la vida, la propiedad y la libertad del prójimo no es un invento del Estado ni de ningún burócrata. No nace de un código civil, penal o constitucional. Nace de la razón, de la conciencia, de esa chispa moral inscrita en el alma humana que ninguna ley positiva puede fabricar.

En nuestra sociedad, cada vez más, se confunde lo legal con lo moral. Y en esa confusión el legislador – con una arrogancia sin límites –  llega a creer que puede crear realidad con sus leyes, como si un decreto tuviera el poder de modificar la naturaleza humana. Así, somos testigos de la aprobación de leyes que se colocan en abierta contradicción con el orden natural y a espaldas de la ciencia.

El ejemplo más claro lo tenemos en la legalización del aborto, en la imposición coactiva del género y en la eutanasia. Nuestros engreídos representantes son capaces de ignorar la naturaleza y desoír a la ciencia que nos dice, sin atisbo de duda alguna, que la vida comienza desde la concepción, y a pesar de que la embriología, la genética, la biología molecular, la neonatología, la imagenología y la fisiología fetal, lo confirman cada día un poco mas, con nuevos y fascinantes descubrimientos, el omnipotente legislador aprueba una ley que convierte el asesinato del ser más indefenso en un “derecho” bajo el engaño de la libertad y empoderamiento de la mujer y la “salud reproductiva” (¿?). 

No conforme con ello, se dispone ahora con el eutanasia a destruir la vida y la medicina – que se trata de cuidar y sanar, no matar – y a quebrar el juramento hipocrático, que desde hace siglos ha guiado a los médicos en el respeto a la vida. Ese juramento no surgió de un capricho, sino de las costumbres y de la práctica milenaria de la humanidad.

Cuando el legislador se arroga el poder de colocarse por encima de la naturaleza, de la ciencia y de la experiencia acumulada de los pueblos, el resultado solo puede ser la degradación moral y social. Porque al romper con esos fundamentos, se destruyen valores, se erosionan las instituciones y se corrompen los hábitos que han sido cruciales para sostener la civilización y para promover el verdadero progreso del espíritu humano.

¿Acaso puede una ley, por más mayorías que la respalden, convertir en justo lo que es intrínsecamente injusto? ¿lo inmoral en moral? ¿el asesinato en un derecho? 

La respuesta es obvia: no. Y cuando la política pretende suplantar la moral, el precio siempre es la decadencia de la sociedad entera.

Una de las causas de la degradación es el positivismo jurídico que reina en nuestro país —esa doctrina que sostiene que la ley es válida solo porque ha sido promulgada por una autoridad competente— que vacía de contenido moral el ejercicio de la justicia. Bajo este prisma, en Uruguay y en gran parte del mundo se ha instalado la peligrosa costumbre de inflar la legislación, creyendo que, a mayor cantidad de leyes, mayor justicia.

Pero lo cierto es que esa inflación normativa no solo complica la vida del ciudadano común, interviene su libertad y ataca su propiedad, sino que transmite una falsa idea: que el Estado puede crear derechos. Y esto es un error profundo. El Estado no crea derechos, porque los únicos derechos auténticos son los derechos naturales, los que brotan de la dignidad de la persona humana: el derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad. Ningún burócrata, por muy dotado que sea o muy votado que haya sido, puede inventar lo que ya está inscrito en la naturaleza del hombre. Y el positivismo hace eso. Convierte a personas de carne y hueso – legisladores – en una especie de demiurgos modernos, con el poder de rediseñar a su antojo las reglas de convivencia, como si el hombre fuese materia prima moldeable y no un ser con naturaleza previa, con límites, dignidad y esencia que no pueden ser sustituidos por decretos ni algoritmos de poder.

Lo que el Estado llama “nuevos derechos” o “derechos sociales” no son más que prestaciones, privilegios o beneficios que se otorgan a determinados sectores, muchas veces bajo presión de lobbies o de modas ideológicas. Pero al confundir privilegio con derecho, se degrada el concepto mismo de justicia. Porque mientras los derechos naturales pertenecen a todos por igual, sin distinción, los privilegios creados por el Estado son siempre selectivos y excluyentes.

Así, la obediencia ciega al positivismo jurídico y a esta inflación legislativa termina por generar una ciudadanía sometida a decretos cambiantes, que se adapta pasivamente a lo que dictan los boletines oficiales. Pero un pueblo que olvida que los derechos nacen de su propia dignidad, y no de la pluma de un legislador, es un pueblo que se convierte en súbdito y obediente. El monarca de ayer, es el Parlamento de hoy (la diferencia es de cantidad y números).

El Uruguay no se sostiene gracias a policías, jueces o legisladores. Se sostiene gracias a madres que enseñan a sus hijos a decir la verdad, a maestros que forman en valores, a ciudadanos honrados que hacen lo correcto, aunque nadie los vigile. La verdadera fuerza de una nación no está en la letra fría de un código, sino en la fibra moral de su gente.

Una sociedad que actúa bien solo por miedo al castigo, que cree que la ley positiva es la que le otorga sus derechos, es una sociedad domesticada y que queda a merced del Parlamento. Una sociedad que obra bien porque reconoce el valor del bien, es una sociedad libre.

Urge que como uruguayos recuperemos la certeza de que la moralidad y la dignidad están por encima de cualquier ley positiva. Las obligaciones más importantes no son las positivas o cívicas, sino las morales, las que se originan en la naturaleza. No mato, no robo, no violo, no porque lo diga un artículo del Código Penal, sino porque sé que está mal, porque hacerlo destruye mi humanidad y daña el alma de la patria.

En tiempos donde las leyes se doblan al compás de la presión política o del lobby de turno, solo la moral permanece como brújula confiable, como faro orientador. Restaurar su primacía no es un acto contra el derecho, sino la más alta forma de justicia.una máquina de clientelismo, los primeros que pierden son siempre los que menos tienen.

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