Del muy buen narrador salteño Juan Carlos Ferreira (arquitecto, docente, político) es el cuento que hoy ocupa esta página. Ferreira ha ganado concursos con trascendencia de los límites departamentales, ha publicado en medios de prensa (incluido EL PUEBLO) y es autor del libro “La casa que no era nuestra” (2015). El siguiente cuento (con claros y muy acertados rasgos de crónica) fue publicado en 2018 en el libro “Cuentos y Poemas de Salto”.

MATINÉ EN EL SARANDÍ
Recuerdo que salimos del cine a las risas, comentando la película que había borrado las tres anteriores.
-¡Qué divina estaba!
-¡Cuando Tony Curtis hace que ella lo bese!
-Y el otro, el del contrabajo, ¿cómo es…?
-James… James algo.
-¡No, burro! Jack Lemmon.
-¡Ése! Es buenísimo.
-Pero qué divina estaba ella…
-Sí… qué divina.
Esa matiné fue en el Sarandí, en 1962. Nosotros decíamos el matiné y después nos enteramos que era la matiné. En esos años había otras funciones: vermouth, noche, pero nosotros éramos fieles a esa cita del domingo a la tarde. Cuando nos hicimos grandecitos, seguimos yendo al cine pero de noche, claro y hasta comenzamos a pronunciar distinto los nombres: Curtis pasó a ser Cártis, Douglas fue Dáglas y Audie Murphy, Odi Márfi.
Había cinco cines. El matiné era de cuatro películas; entrábamos a la una, una y media y salíamos cerca de las ocho (con hambre y pensando en las clases del maldito lunes). Con el tiempo las películas se redujeron a tres y después… a cero.
Pienso en el Salto y murmuro El pirata hidalgo; en el Plaza… Cantinflas; en el Ariel… Tarzán; en el Metropol… El Llanero Solitario; en el Sarandí… Una Eva y dos Adanes.
El Salto daba películas “de muchachitos” y “de cobóy” (cobóy… así, con tilde y en singular). Después me enteré que las primeras se llaman de aventuras y las segundas, westerns.
Muchachitos eran Errol Flynn y Burt Lancaster. Cobóy, Randolph Scott y John Wayne, que actuaban siempre con la misma expresión -pétrea- pero qué importaba. La mejor de cobóy: A la hora señalada, con Gary Cooper. Lo más esperado: El Llanero Solitario. Gritábamos cuando aparecía y se escuchaba la musiquita, que resultó ser un fragmento de la ópera William Tell de Gioachino Rossini y aún hoy, puedo tararear perfectamente. Una ventaja adicional del cine Salto era el cambio de revistas en los intervalos. (¿Un Superman por un Tarzán? Mmm… no sé; dame dos.) Sin saberlo, fuimos precursores de los Comic-Con.
El Plaza tenía un aire cien por ciento familiar. Allí vi El bolero de Raquel y Sube y baja. Cantinflas era -y sigue siendo-con justicia, el Número Uno. (Chaplin -en esa época Chaplín, con tilde en la i- está fuera de concurso.) Detrás de Cantinflas venían Tin Tan y, sobre todo, Clavillazo: cara triste, ropas demasiado grandes y el sombrero triangular… un infeliz lleno de ternura. Sin embargo, las carcajadas que recuerdo son las de mi padre, con Sandrini y su tartamudeo. Como las matinés eran más tranquilas llevábamos algo para comer y no era extraño sentir el clandestino aroma de refuerzos o de un huevo duro mientras Duilio Marzio y Alfredo Alcón enamoraban a Olga Zubarry o Mirtha Legrand. En “Los muchachos de antes no usaban gomina” cuando cantaba Hugo del Carril las viejas lloraban (viejas era una categoría para las mujeres mayores de veinticinco años).
El Ariel, el Metropol y el Sarandí eran cines del centro. Para nosotros, gurises de la Zona Este, fue un cambio importante. Se abrían posibilidades digamos… románticas. Las gurisas no eran muy del Salto (por bochinchero) y al Plaza iban demasiadas madres. Posibilidades románticas significaba sentarse junto a la que te gustaba (salvo que ella pusiera la pierna en la otra butaca, como me pasó a mí); quizás… tomarse de las manos con la noviecita (técnicamente, hacer manito.)
En esa época llegaron las primeras superproducciones. ¿Qué era una superproducción? Una película muy larga en la que actuaba Charlton Heston. Los Diez Mandamientos y la increíble escena de las aguas del Mar Rojo. Ben Hur: su calvario, el valle de los leprosos, la carrera de cuadrigas. El Cid, que seguía cabalgando después de muerto. Había otras, como Rey de Reyes y aquel Jesús rubiecito, de ojos azules… (Obvio, Jeffrey Hunter había nacido en Louisiana. Seguramente fascinó al mediocre actor Ronald Reagan). Pero yo quería recordar aquella tarde en el Sarandí, cuando vi por primera vez a Marilyn.
Fue unos días antes del 5 de agosto.