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martes, 3 de junio de 2025
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«1971: El huevo de la serpiente», un cuento inédito de Daniel Abelenda Bonnet

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Diario EL PUEBLO digital
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integrará el libro «Relatos de provincia»

Es muy probable, porque en ello vienen trabajando autor y editor (Diego Techeira, Solazul Ediciones), que el escritor salteño (radicado en Carmelo) Daniel Abelenda Bonnet publique un nuevo libro sobre mediados de este año. Será un libro de cuentos, reunidos bajo el título «Relatos de provincia».

Pero Abelenda ha querido adelantar a los lectores de EL PUEBLO parte de ese trabajo aún inédito, y compartir uno de los relatos, relato al que considera una suerte de «fotografía de un momento de nuestro pasado, visto por un niño de nueve años»:

1971: EL HUEVO
DE LA SERPIENTE

Mis padres y sus compañeros le decían «el comité». Estrictamente, era el garaje de una antigua casona deshabitada, cuya dueña había cedido esa parte para que funcionara allí un club político (en noviembre habría elecciones generales).

Por tanto, estos trozos de memoria, como una serie de fotografías, datan del otoño o invierno de aquel año en que yo cursaba tercer grado en la Escuela Urbana Nro. 26.

La finca estaba en la esquina de la Avenida (así le decíamos a la única calle ancha y asfaltada del pueblo) y una calle de balasto que desembocaba allí, a sólo una cuadra de la casa paterna. Para ir a la escuela, yo pasaba todos los días por el club que los «militantes» (vocablo que incorporé aquel año) habían pintado a la cal, y sobre este blanco, dibujado el logo y el nombre de su partido en azul y rojo. Como el local que utilizaban ahora había sido diseñado como garaje, tenía una entrada independiente de la casa, sobre la Avenida, con una pesada cortina metálica a manera de puerta.

Mi padre era quien más lo frecuentaba, en reuniones que se celebraban a la tardecita o en las primeras horas de la noche. Recuerdo que él me llevó allí un par de veces. Fui movido únicamente por mi curiosidad, pues aquel no era un lugar para un niño de 9 años. Los asistentes eran todos jóvenes y adultos, amigos de mis padres u otros vecinos, a quien yo conocía o había visto en alguna ocasión en las calles o comercios del pueblo.

Dentro del garaje con pisos de madera y una sola lamparita amarillenta colgando del techo, había una larga mesa de madera con caballetes, un par de sillas, banderas partidarias, tarros y pinceles, y muchas hojas con una foto de un hombre con bigotes en el extremo superior izquierdo, el logo con los colores partidarios, y una lista de nombres en cuatro columnas. La actividad principal de los adherentes parecía ser doblar y colocar estas hojas de votación en unos sobres tamaño carta celestes. Mi padre me explicó que eran para dárselos a los futuros votantes para que lo depositaran en las urnas; «pero hay que aclararles que el sobrecito azul lo tiren, si no en la Mesa, anulan el voto», me dijo; yo escuchaba e intentaba entender cómo funcionaba aquello de la política.

En los meses siguientes, ocupado en mi rutina escolar, mis amigos, nuestros paseos en bicicleta y el baby fútbol de los sábados, no fui más al comité. Este ya era parte del paisaje junto con otros clubes políticos que también abrieron sus puertas en aquella primavera previa a las elecciones, ritual que el país cumplía cada cinco años, normalmente en calma.

Sin embargo, por algunas noticias que escuchaba en la radio, o los titulares de los diarios de Montevideo que se recibían en casa, esta vez el clima social estaba más caldeado que de costumbre. Sin embargo, en nuestro pueblo no pasaba nada, como siempre.

Pero una noche ocurrió algo extraño. Supongo que fue durante la madrugada, cuando todos dormían. Yo recién lo noté luego del almuerzo y camino a la escuela; entonces vi que la pared blanqueada del comité apareció con una enorme mancha negra, con un centro junto a la puerta del garaje, y salpicaduras hacia toda la fachada, arruinando las letras que identificaban al partido. La puerta metálica estaba cerrada. Me detuve un instante, para dar crédito a mis ojos. Aquella mancha despedía un olor similar al del querosén…

Nunca había visto algo así, no tenía idea quién y porqué alguien había ensuciado irremediablemente el comité. Por eso le pregunté a mi padre esa tarde cuando llegó del trabajo; dejó su portafolios sobre el escritorio del estudio, se sentó en su sillón preferido, y me puso la mano sobre el hombro, mirándome con sus ojos muy azules. «Se llama bomba de alquitrán», me dijo, visiblemente preocupado. «Los fachos tienen miedo que ganemos y quieren asustarnos. Creo que se vienen tiempos muy jodidos, hijo.»

Mucho tiempo después, me topé con una frase del genial Antonio Gramsci: «Un fascista no es más que un pequeñoburgués asustado». Y entonces me acordé de aquellos años.

Daniel Abelenda Bonnet
(Nacido en Salto en 1962. Docente, periodista y escritor. Vive en el departamento de Colonia desde 1970).

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