No hace mucho tiempo, hubo un día en que parecía que se terminaba el mundo.
Esa parecía ser la sensación que dominaba a muchísima gente durante unas cuantas horas: incertidumbre, preocupación, angustia, nerviosismo, hasta desesperación…
¿Estábamos en medio de una guerra mundial? No…O tal vez sí. ¿Qué estaba pasando? Sucede que habían «caído» las redes sociales, al menos varias de ellas. La falta de Facebook y Whatsapp, era lo que más se sentía, lo que más dolía.
Y el problema fue mundial sí. Y estábamos en una guerra sí. No importa que no haya metralletas, soldados o tanquetas de por medio. ¿Y cómo no va a ser mundial el problema, si nada menos que la mitad de la población del mundo es usuaria de Facebook?

Ahora bien, es importante entender que ser usuario de una red social, también significa resignarse a perder privacidad y libertad. Es así, ya no quedan más dudas. Y es así más allá que se quiera esgrimir como argumento la ya gastada frase de que «depende cómo la uses». Estamos siendo controlados siempre, y punto. Nos censuran cuando quieren y por lo que quieren, haciendo claras diferencias, además, entre quién sea el usuario, es decir, utilizando distintas varas de medir lo censurable y lo permitido.
¿No ha notado usted que a veces se comunica por teléfono (en general, aunque no solamente, por whatsapp) con María o con Juancito y a las pocas horas Facebook le sugiere que agregue como amigos a María y a Juancito? ¿Cómo supo Facebook de ese contacto?
¿No ha notado usted que a veces recorre alguna página de compra-venta por Internet (no Facebook) y a partir de entonces le empiezan a llegar en Facebook notificaciones ofreciéndole ese tipo de productos o servicios que usted miró en aquella página? ¿Cómo se enteró Facebook? Dijera Eduardo D´Angelo: «Usted, ¿no desconfiaría?
Lo preocupante, es que hay momentos en que determinada red social se vuelve, de pronto, abrupta y sorpresivamente, muy permisiva hacia algunos mensajes violentos, intolerantes, generadores de odio…En cambio en otros momentos, hacia mensajes muy por debajo de esos en su nivel de agresividad, recurre inmediatamente a la censura y a la sanción del usuario. ¿Por qué? Habitualmente esto ocurre porque –estudios previos mediante- hay necesidad de llamar la atención de determinado público y captarlo, acercarlo, y ese «público objetivo» puede ser (por edad, por creencias, etc.) afín a ciertas ideas, por eso se las permite, o contrario a ellas, y entonces se las censura. ¿Se entiende?
Cuando hablamos de pérdida de privacidad, ya no hablamos solamente en el sentido de que la persona expone a través de fotos, información y comentarios parte de su vida personal, a veces bastante íntima, ante los demás usuarios, «amigos» o no. Hablamos de que está entregando buena parte de su persona y sus llegados (a través de datos personales que no deberían conocer extraños) nada menos que a los propietarios de tal o cual red social que, de hecho, no son ningunos novatos en el arte de manejar la tecnología, cruzar datos, etc., etc.
Una buena síntesis de lo que venimos tratando de explicar en estas líneas (que podría resumirse en que una red social puede manejar la economía, la salud y todo, absolutamente todo de usted y del mundo entero), la encontramos días pasados en una nota escrita por el periodista Lluís Bassets, en El País de Madrid. Lo que sigue son los párrafos medulares de la columna, que no tiene desperdicios:
«No son Rusia ni China, es Facebook. No son ataques exteriores, es la destrucción del sistema desde el interior del sistema. Por efecto de la codicia, hasta ahora más poderosa que el miedo. En juego, los valores más apreciados, la privacidad, la democracia, la salud infantil, la seguridad de todos. Un monopolio que tiene a la mitad de la humanidad como cliente y como materia prima sus datos personales puede alcanzar un poder que excede cualquier límite conocido, de relentes totalitarios.
Solo cuentan los resultados y la cotización en Bolsa. Nada más. No hay otra estrategia. El futuro de la compañía se limita a garantizar que beneficios y valor bursátil seguirán creciendo. Cuando se comprueba que las generaciones más jóvenes empiezan a desertar, nada impide dar más gas al bólido, aunque se incremente el riesgo para todos. Esto es lo que ha sucedido en Facebook, dispuesta a favorecer la radicalización política y tolerar los discursos de odio racista, el desprestigio de las vacunas, las teorías de la conspiración, la apología de la anorexia, e incluso la incitación a la violencia, si sirven para mantener e incluso incrementar el número de usuarios.
No lo ha descubierto ninguna investigación parlamentaria o policial, sino los propios empleados de la compañía que han filtrado documentos internos, conocidos como los Papeles de Facebook, en los que se recogen los experimentos y análisis sobre los sistemas de moderación y la construcción de unos algoritmos, que casi siempre terminan favoreciendo las ideas más extremistas, especialmente de ultraderecha. Facebook ya quedó retratada con el escándalo de Cambridge Analytica, la empresa que utilizó datos privados de los clientes de la red social sin su autorización, al servicio de la campaña electoral de Donald Trump en 2016.
Era solo una ínfima parte del turbio y fabuloso negocio de Mark Zuckerberg, erigido en un poder que dicta la ley por su cuenta. La compañía cuenta con un sistema de arbitraje y decisión, una auténtica justicia interna y privada, que decide cuándo censura o modera los mensajes y cómo se organiza el algoritmo que realiza tales funciones. Se trata de una justicia de doble vara, con un código riguroso dirigido al común de los mortales y otro más permisivo para las celebridades; abundantes recursos para moderar los mensajes en Estados Unidos, donde se halla más vigilada por los poderes públicos, y el mayor descuido, probablemente doloso, para países como India, Myanmar o Etiopía, donde es un instrumento de radicalización e incluso de promoción de la limpieza étnica y del enfrentamiento civil.
Zuckerberg no es una excepción. La entera globalización feliz de los últimos 30 años se fundamenta en la primacía de los beneficios sobre la seguridad. No hay enemigo exterior para la próxima guerra. El enemigo está en casa y cuenta con nuestra colaboración».
Hasta ahí lo escrito por el periodista Bassets para los lectores de El País de Madrid. Ahora, estimados lectores de EL PUEBLO de Salto, ustedes saque sus propias conclusiones. Y decidan con total libertad (si es que las redes se la dan) si siguen o no brindando su colaboración para esta guerra.
Contratapa por Jorge Pignataro