Hay experiencias que no se olvidan, sin dudas, y las hay de las más hermosas, y después está el viajar en Buquebus en clase turista creyendo que “total es un ratito nomás” (y a modo de adelanto, el ratito se siente eterno cuando estás encerrado en una lata flotante, pegado a un extraño que huele a medialuna recalentada, con vista panorámica al glorioso barro del Río de la Plata).
Todo empieza antes de subir. La ansiedad se apodera de todos como si fueran a abordar el Titanic en su versión más glamorosa. No importa que el barco no tenga ni ascensor, ni piscina, ni a Kate Winslet o Leonardo DiCaprio en cubierta: la gente corre para embarcar como si al llegar tarde les asignaran asiento en la bodega con los autos. Especialmente quienes viajan en clase turista, esa encantadora ilusión que nos hace decir “apretaditos, pero con ventanas”.
“Ventanas”. Esa obsesión colectiva por conseguir uno de los pocos asientos pegados al vidrio. ¿La motivación? Nadie lo sabe. Tal vez una esperanza secreta de ver delfines, un atardecer épico, o simplemente tener algo que mirar para no hacer contacto visual con el vecino que se está comiendo una ensalada rusa a las 8:30 de la mañana. La realidad, sin embargo, es otra: una ventana opaca, manchada de sal, tierra, dedos y sueños rotos… que da directamente al agua más marrón del continente, si es que no te toca estar del otro lado de la lancha de emergencia.
Porque claro, no estamos hablando del Caribe, ni del Mediterráneo, ni siquiera de las costas del balneario Piriápolis en un buen día. El Río de la Plata es eso: un glorioso océano de chocolatada donde lo más exótico que verás es una boya a la distancia y, si tenés suerte, un barco pesquero que parece haber naufragado hace quince años.
Mientras tanto, en clase media, las mesas redondas, los asientos cómodos y espaciosos ofrecen otro tipo de confort: cuatro personas jugando al truco, otras dos leyendo el diario como si estuvieran en un café de barrio, y alguna señora con mate y bizcochos invadiendo territorios ajenos como si no hubiera límites entre silla y silla. Aun así, todo parece más digno: tenés dónde apoyar el codo y la falsa sensación de que «esto es viajar bien».
Turista, en cambio, es el purgatorio del transporte fluvial. Filas de asientos en paralelo, de a tres o dos asientos, sin contacto humano real salvo que te duermas y termines sobre el hombro del que esté al lado. Los que no lograron ventana simulan dormir. Los que la consiguieron, se arrepienten. Porque después de veinte minutos mirando agua marrón, todo se vuelve una metáfora: “esto es la vida”, piensan, “correr para conseguir algo que no valía la pena”, y el resto, deambulando por los corredores, como zombies, y que cada tanto entran al free shop sabiendo que lo único que van a hacer es bañarse a perfume (porque es gratis) y lograr que medio barco termine vomitando.
Y en el fondo, todos están ahí por lo mismo: para cruzar un río de barro entre dos ciudades que comparten idioma, caos urbano y el amor por la queja. Pero la travesía tiene ese aire épico, como si estuviéramos explorando nuevas tierras, cuando en realidad estamos gastando una fortuna para llegar a un shopping, un recital , a visitar a la tía Marta, o por razones laborales.
Entonces sí, corré para subir, peleate por una ventana sucia, viajá incómodo y mirá fijamente el barro místico que separa dos países hermanos. Porque en Buquebus, la verdadera aventura no está en el destino, sino en sobrevivir al camino con dignidad, sin marearte, sin gastar medio sueldo en la cafetería, y con suerte… sin escuchar a alguien viendo TikToks sin auriculares.