
El Estado asistencialista es una fábrica de dependencia, desintegración familiar y mediocridad social
Ignacio Supparo
¿Alguna vez te detuviste a pensar si el famoso “Estado benefactor” es realmente un beneficio? ¿O simplemente repetís lo que te enseñaron en la escuela, lo que dicen los políticos de todos los partidos, lo que repiten los medios y los intelectuales del sistema?
¿Te cuestionaste alguna vez si tanta asistencia esconde algo más profundo, más oscuro, más destructivo?
El Estado asistencialista ha tenido el mejor marketing del siglo XX: lo venden como progreso, justicia, solidaridad. Pero ¿y si fuera exactamente lo contrario? ¿Y si en realidad estuviera destruyendo lo mejor de la sociedad?
Detrás de esa fachada solidaria, se esconde un sistema que destruye silenciosamente los valores más nobles de la civilización: la libertad, la responsabilidad, la familia, el mérito, el esfuerzo y la solidaridad genuina.
Es tiempo de desnudar sus verdaderos efectos. Es tiempo de ser autocríticos y hacernos las preguntas claves que, por abulia y comodidad, nuestra mente opta por ignorar.
El asistencialismo: un invento moderno con alma totalitaria
¿Sabías que el Estado benefactor es un invento nuevo? No es parte de ninguna tradición milenaria. Surgió hace muy poco tiempo, en Alemania a fines del Siglo XIX, curiosamente por un personaje terrible y abominable como lo fue el Canciller Otto von Bismark, conocido vulgarmente como “Canciller de Hierro”.
Antes de que los políticos devinieran en una especie de “profetas” o “enviados” de la sociedad, que se convirtieran en los paladines de la justicia y la moral (cuando muchos no son capaces siquiera de sobrellevar su propia vida), en los encargados de ayudarnos a nosotros mismos repartiendo limosna ajena, la gente se ayudaba entre sí: familias, vecinos, amigos, iglesias, comunidades, mutuales. La caridad privada, voluntaria, espontánea y libre entre los hombres brotaba a mares.
¿Y sabes qué hizo el Estado moderno? La fue eliminando uno por uno, para que no quedara nada entre él y vos. Porque un individuo solo, sin raíces, sin familia, sin comunidad, es más manipulable. Más manejable. Más dependiente.
El Estado no quiere ciudadanos fuertes, independientes: quiere subidos vulnerables y leales.
¿Quién te dijo que no podías superarte?
¿En qué momento dejaste de creer que podías salir adelante por tus propios medios?
¿Fue cuando te dijeron que “el Estado te protege”?
¿O fue cuando viste que a quien se esfuerza lo castigan, y a quien no hace nada, lo premian?
El Estado clientelar mata el deseo de superarse. ¿Para qué estudiar, trabajar o emprender, si el Estado recompensa la pasividad? La cultura del mérito es reemplazada por la cultura de la dadiva.
El Estado benefactor no te ayuda a levantarte: te acomoda en la miseria. Aniquila la cultura del esfuerzo, arruina el mérito, apaga el deseo de superación.
Y lo peor: te convence de que eso es “justicia social”.
¿Desde cuándo dejamos de hacernos cargo?
¿Te diste cuenta cómo el Estado ha destruido la noción de responsabilidad individual? Antes, si tomabas malas decisiones, asumías las consecuencias. Ahora no. Ahora el Estado está ahí para “compensarte”, y de paso, para convertirte en dependiente.
¿Y los deberes? Bien, gracias.
El ciudadano es un eterno acreedor de derechos sin deberes; todos exigen derechos, pero pocos se preguntan qué están haciendo ellos por los demás.
Reclaman sin dar, exigen sin aportar. Somos una mente infantil que espera que el Estado lo resuelva todo.
¿Quién rompió la familia?
¿Vos también pensás que el Estado cuida mejor a los niños y a los ancianos que la familia? ¿O solo lo repetís porque te lo dijeron mil veces?
La verdad es esta: el Estado asistencialista destruyó la familia.
Antes, veíamos grandes familias donde los padres criaban a sus hijos, y los hijos cuidaban de sus padres. Y ese primer ámbito de ayuda de todo ser humano se fracturo y todo se lo delegamos al Estado: educación, salud, jubilación, alimento, afecto.
El Estado destruyo el sentido de gratitud, pertenencia y deber filial.
¿Y sabés qué pasa? Familias rotas. Hijos sin rumbo. Padres solos. Ancianos abandonados.
Eso no es progreso. Eso es decadencia.
¿Cuántas generaciones más vamos a condenar a la dependencia?
¿Cuántos chicos van a crecer creyendo que vivir del Estado es normal? ¿Cuántas generaciones más vamos a arruinar sembrando pasividad en lugar de ambición?
Cuando vamos a entender que la burocracia deshumaniza al ser humano, que es un cáncer de la sociedad, que no produce riqueza, que nada tiene y que todo lo subyuga y arrebata de los que se esfuerzan.
¿Es tan difícil de comprender? ¿Tan anestesiados estamos que seguimos permitiendo todo esto sin chistar?
El asistencialismo mata los sueños antes de que nazcan. Porque los enseña a no esperar nada de sí mismos… y a esperar todo del Estado.
¿Te enseñaron a exigir o a construir?
El Estado asistencialista educa ciudadanos exigentes, pero no responsables.
Todos tienen derechos, nadie tiene deberes.
¿Querés que todo te lo den? ¿O querés volver a construir con tus propias manos tu vida, tu familia, tu comunidad?
¿Quién te defiende cuando el Estado es el agresor?
Cuando el Estado destruye la familia, la comunidad, el mercado y la virtud, ¿quién queda para protegerte? Nada. Nadie. Porque vos ya estás solo.
Y así, dependiente y fragmentado, el poder se sienta a gobernarte con sonrisa paternal.
¿No te parece demasiado cómodo para ellos… y demasiado humillante para vos?
¿Y si la caridad obligatoria es una farsa?
¿Te parece justo que te saquen lo que ganaste para dárselo a otro según los caprichos de un burócrata? ¿De verdad creés que eso es solidaridad?
Antes, la ayuda era voluntaria, generosa, humana. Hoy es impuesta, burocrática y manipulada políticamente. No es justicia social. Es expoliación con fines electorales.
¿Cuándo fue la última vez que trabajar fue mejor que no hacer nada?
¿De verdad creés que tiene sentido esforzarse si el que no hace nada cobra lo mismo o más?
¿No ves el daño que eso hace al empleo, al ahorro, a la inversión, a la cultura del mérito? Cada plan sin esfuerzo mata un trabajo, una pyme, una esperanza.
¿Cuánto te cuesta mantener la maquinaria del asistencialismo?
¿Pensás que los planes sociales se administran solos? Detrás de cada subsidio hay una burocracia parasitaria, una legión de funcionarios que no producen nada y viven de tu esfuerzo.
¿Y sabés qué es peor? Que muchos de ellos lucran con la pobreza, porque esa pobreza es el negocio del clientelismo político.
¿A quién le sirve que todos estemos enfrentados?
¿Notaste cómo el asistencialismo genera envidia, resentimiento y lucha de clases?
Pobres contra ricos. Empleados públicos contra privados. Gremios contra emprendedores.
Todos peleando entre sí, mientras el Estado cobra impuestos y reparte privilegios.
¿Te parece un modelo sostenible? ¿O más bien un campo de batalla disfrazado de ayuda?
Entonces: ¿vas a seguir creyendo el cuento?
¿Vas a seguir repitiendo que “el Estado te cuida”? ¿Que “el Estado garantiza derechos”? ¿O vas a empezar a preguntarte por qué, a pesar de tantos años de Estado benefactor, la pobreza sigue ahí, más enquistada, más funcional, más controlada?
No se trata de abandonar al necesitado. Se trata de liberarlo de la trampa de la dependencia.
De devolverle su dignidad. De recuperar las instituciones que nos sostuvieron durante siglos: la familia, el trabajo, la ayuda mutua, la comunidad libre.
El Estado benefactor no es progreso. Es anestesia.
Es tiempo de ser autocríticos. De hacernos las preguntas que duelen.
En este artículo las hago… y vos, ¿qué vas a responder?