Cuando uno se pone a revolver papeles, puede hallar las cosas más inesperadas. Este fin de semana, en una caja de libros y revistas que guardo como un tesoro pero que, confieso, no recordaba exactamente qué contenía fui a dar con un texto de Leonardo Astiazarán, para muchos el recordado “Cacho”. Bohemio y multifacético, este salteño que cultivó desde la poesía hasta las artes escénicas, pasando por el dibujo, la música y más, nació en 1927 y falleció en 1975. Esta página, bien salteña, pertenece al “Álbum Salto. Voz de la tierra y del hombre”, de 1962.
ELOGIO DE SU LUZ
Yo te he visto llegar, débil rayo de luz, apenas tibio, abriéndote el paso, por entre las hojas de añosos eucaliptus. Venías, entonces, subiendo por los polvorientos caminos que llegan de las chacras cargadas de naranjas.
Tú nacías, apenas. Yo, noctámbulo incansable, volvía, los ojos fatigados, buscando mi casa junto al río… Mi jardín junto al río… Mi balcón junto al río…
Al cruzar los talleres, yo sólo vi el tiznado hierro de viejas máquinas. Tú, en cambio, fuiste una mancha azul, dinámica mancha azul de un raído marchando entre durmientes…
Marchabas hacia el río, tú también.
Ibas despertando, a tu paso, a la ciudad que yo había visto dormir entre canto de cascadas y callado diálogo de perfumados mandarinos. Ibas haciendo luz, lo que era sombra.
Histéricos despertadores saludaron tu paso desde las ventanas abiertas a la brisa, quebrando sueños y anunciando fatigas…
Despertar solitario del Parque Solari, con su rumor de pinos o rojo amanecer del puente del Ceibal sobre el que, día a día, pasa, ruidosa, la misma desvencijada jardinera. Luz apenas insinuada sobre la Plaza del Cerro, reflejándose en el hierro de sus bancos vacíos, testigos callados de coloquios nocturnos, murmurados en su recinto ingenuo y pueblerino, Mañanita de sol sobre la vieja pasarela vibrando bajo los pasos presurosos, mientras las ruinas de la vieja Usina desnudan sus raíces de piedra detrás del vaho tempranero que sube del Sauzal.
Ah, compañero. ¡Qué rápido es tu andar! ¡Y qué lento mi largo cansancio!
¡Qué agudo tu oído, donde se mezclan pasos y campanas; ruedas y motores; trinos y cascadas, frente a mi oído perdido y trasnochado!
Tú te ibas abriendo en arco-iris sobre la ciudad: amarillo en el amarillo de los aromos; rojo en las barrancas rojas del barrio del Lazareto; azul vibrante en los jacarandáes; verdinegro en la sombra de las araucarias!..
Junto a ti la ciudad se volvía multitudinaria.
¡Continúa tu marcha! ¡Hazte más fuerte!
Busca la frescura del río, ahora que en las calles todos huyen de ti y la siesta es avispa revoloteando entre las rejas de una vieja cancela o en el cilindro sombrío de un aljibe…
Busca la frescura del río ahora, que sobre las piedras de la costa, duermen sábanas y enaguas con olor a jabón…
Estalla en chispas y hazte fuego en palmeras y algarrobos, mientras yo sueño en la brisa de mi patio con horizonte de helechos.
¡Vénceme ahora, sí, porque más tarde, seré yo quien te venza!
Cuando tú ardas en nubes sobre la costa argentina; cuando la Piedra Alta te vea morir entre las torres de Concordia; cuando Arenitas Blancas corra hacia el Este en la sombra alargada de sus cerros, mi cuerpo nuevo, mis ojos nuevos, te mirarán partir desde el rumor monótono de Salto Chico…
Compañero: aquí estoy.
Déjame que desande el camino que iniciamos juntos esta mañana. ¿Dónde estás ahora, que conmigo marchan las estrellas? ¿Qué pájaros despiertan a tu paso? ¿Qué pagodas se iluminan en tus manos? ¿Qué pueblos ven tus ojos? ¿Qué llega a tus oídos, mientras yo vivo la paz serena de esta noche, junto a la costa con murmullo de espumas? ¿Qué luces apagas en ciudades lejanas, mientras, desde mi roca, veo encenderse los faroles de los pescadores prendidos al extremo del cordel de sus balanceantes aparejos?
Camarada: ¡aquí estoy!
Miro bajar el río, arañado de luna, y quebrarse en las vigas del puerto solitario.
Ya todo se hace íntimo.
Mañana, cuando vuelvas, alguien te contará que me han visto, en la Plazoleta Roosevelt, envidiando, desde lejos, a los amantes que entrelazan sus manos en la sombra del gran sauce; que vieron reflejarse, en mis ojos, las siluetas largas de las finas palmeras que rodean a la fuente del ángel y de los pececillos de colores; que caminé como un sonámbulo bajo los letreros luminosos de la calle Uruguay y que, ante las confiterías que alinean sus mesas, siempre repletas, al borde de la calzada, añoré «les terrasses» del París que recorriera cuando vivía otros sueños. Te contarán, tal vez, que pasé indiferente ante los lujosos clubes donde la juventud se divierte entre música y luces y que preferí, en cambio, acercarme a un pequeño bar, donde la gente simple agranda sus tristezas…
Compañero: ¡aquí estoy!
Mañana, cuando vuelvas…
¡Quién sabe qué mañana…!
Cuando vuelvas y mi cuerpo sea savia subiendo desde las raíces hasta lo más alto de un ciprés, allí, a un paso de mi tumba, entre las piedras del Parque Harriague, detente un momento.
Mira la silueta de Salto, elevándose en nuevas estructuras de hormigón. Mira las nuevas casas; los viejos árboles; los nuevos hombres… Y luego, al pasar por mi cuerpo vegetal, dime que el alma de mi Salto es inmutable. Que es la misma alma clara y generosa del Salto que yo viera desde ese Parque cuando, en las tardes de otoño, los pantalones cortos y la camisa rota, corría entre los vientos con horizontes infinitos, remontando pandorgas…