Ceferina era la cuarta de catorce hermanos. Algunos habían muerto, otros se habían casado o estaban trabajando lejos .
Ella vivía con su madre, el hermano más chico y una hermana apenas menor que ella, que ya iba por los treinta y pico.
Desde que el padre había abandonado la casa en uno de sus arranques de locura, la madre no dejaba de quejarse por su suerte y de dar indirectas a Ceferina: – Aquí son sólo gastos.
No hay entrada que alcance.
Hay que comer menos. No hay que comprar revistas.
Ceferina, inclinada sobre la costura o sobre los moldes de los pantalones que cosía para una tienda, escuchaba en silencio aquella perorata. Pensaba: “Sequeja, pero soy la única que trabaja. Los otros están de florcitas…Una porque está siempre resfriada y con tos, el otro porque es chico todavía…. ¡Y las revistas!… ¡hasta ese gusto que me doy le molesta!…”
Cada semana se compraba una revista en la que se publicaban las letras de los tangos y milongas que le gustaba escuchar por la radio mientras cosía. Además, se anunciaban los programas radiales y las cartas de los “escuchas” que deseaban tener una relación a través del correo.
En 1940 se estaba muy lejos de la televisión.
Los programas de la radio con sus interminables novelas ocupaban las horas ociosas de las personas, especialmente de aquellas que poco salían de sus casas, como Ceferina.
Veía la calle cuando iba a la tienda a llevar sus costuras o cuando recogía los nuevos pedidos.
La monotonía de su vida la había convertido en un ser opaco, introvertido y a veces hasta hosco.
Aquella revista era su vía de escape.
Había empezado a escribirse con un hombre cuyo pseudónimo era “Paco”.
Carta va y carta viene a través de “El Correo del Amor”, llegó el momento en que “Paco” le solicitó su verdadero nombre y dirección dándole él el número de una casilla de correo. Así fue como “Paco” resultó ser Heraclio y “Serpentina “, Ceferina.
Cuando Ceferina se enteró de la enfermedad de Heraclio, internado en el hospital para enfermos bacilares, más se acrecentó en ella la idea de que estaba llamada a una “misión de amor “hacia aquel ser necesitado de consuelo y cuidado. Esperaba ansiosamente al cartero, evitaba que éste llamara para que nadie se enterara de aquellas cartas que llegaban regularmente.
Así fue gestándose en su mente la idea del viaje a Montevideo.
Nada la detenía en su pensamiento, ni el hecho de no conocer la ciudad ni tener a nadie allí conocido.
Empezó por guardar, cada vez que cobraba, algo para su viaje. Tendría que ir en tren o en el barco “Ciudad de Salto“, que salía cada semana. Descartó el barco pues era más caro y tardaba más en llegar. Heraclio trataba de ayudarla para que no tuviera miedo de la ciudad desconocida a través de sus cartas cada vez más cariñosas y llenas de consejos y datos.
Detenía su decisión el hecho de que su trabajo era la “entrada” con que su madre contaba, además de la ayuda que siempre le aportaba Luisa, la hija mayor, muy bien casada con un comerciante.
Cuando tuvo el dinero para el pasaje, se puso a separar las cosas que podría vender (aunque le dieran poco): el prendedor y las pulseras de los 15, el anillo de oro que le había regalado la abuela, la radio (comprada con sus ahorros) y algunas cosas más. Por lo menos llevaría algún dinero para los primeros tiempos, mientras no consiguiera trabajo. Heraclio le había escrito que iría un hermano suyo a esperarla y que podría quedarse “por mientras” en la casa de su madre.
Ceferina confiaba en cuanta palabra le escribía Heraclio. A medida que se acercaba el día de la partida, la ansiedad se acrecentaba, aunque ella trataba de disimularla. Una nueva vida para ella significaba estar lejos de los reproches maternos y de las diabluras cada vez más peligrosas de su hermanito menor. No quería seguir yendo a la policía en busca de aquel bandolero.
Debajo de la cama había guardado la valija de cartón donde llevaría su ropa.
Había quedado en viajar el jueves 31 de agosto, en el tren de la tarde. Dormiría en el asiento (el camarote era muy caro).
Con la valija y un abrigo en la mano se despidió de la asombrada madre y de la llorosa hermana siempre resfriada, al “perdulario” ni lo vio. No miró atrás, ni escuchó la nueva perorata. Cuando llegó a la estación tuvo un momento de dudas, respiró hondo y fue a la ventanilla por el boleto: -A Montevideo, por favor.
Se asombró de escuchar su propia voz, le pareció que era otra persona la que hablaba por ella.
Amalia Zaldúa