«En Uruguay, el Estado no es de todos: es de quien sabe llenarlo de los suyos.»
Dr. Ignacio Supparo Teixeira
En Salto, el ex intendente Andrés Lima dejó como herencia cientos de ingresos a la plantilla municipal justo antes de dejar su cargo. Algunos medios hablan de 300 funcionarios que pasaron a ser permanentes; otros, de más de 600 incorporados en todo el periodo, sin concurso ni sorteo. El número exacto es menos importante que lo que revela: el uso del Estado como fábrica de lealtades políticas.
No es un invento salteño ni un capricho reciente. Es la versión local de un mal que atraviesa todo el Uruguay: transformar la administración pública en un botín para repartir entre militantes, amigos y familiares, asegurando sueldos y estabilidad no por mérito, sino por cercanía política.
Un sistema perverso
Esta práctica es extremadamente dañina y nosotros, los liberales, lo sabemos a la perfección.
Primero, porque el Estado no tiene recursos propios: lo que paga a esos funcionarios sale del bolsillo de quienes trabajan y producen. Cada cargo innecesario es un impuesto invisible que se cobra todos los meses del bolsillo de la gente.
Segundo, porque la estabilidad otorgada sin mérito ni evaluación de desempeño convierte a la burocracia en un feudo político. Es la cultura del asistencialismo y la holgazanería, en la que, una vez adentro, da igual si el cargo era necesario o si la persona cumple con excelencia: el puesto queda blindado, aunque la función no agregue valor real.
Tercero, porque cada ingreso masivo antes de dejar el cargo hipoteca el presupuesto futuro. El sucesor arranca atado de manos, destinando buena parte de los recursos a salarios fijos en vez de invertir en infraestructura, mejorar servicios o bajar impuestos.
Este esquema no se paga con dinero del aire: lo pagan los vecinos que salen cada mañana a trabajar. Se paga con calles que no se arreglan, con hospitales sin insumos, con impuestos altos y tarifas más caras. Se paga con menos oportunidades para los jóvenes que quieren emprender y se topan con un sistema que los exprime para sostener una estructura que, en muchos casos, devuelve poco o nada.
Y así, mientras las calles parecen campos de batalla llenos de pozos y parches mal hechos, mientras la basura se acumula en las esquinas y la vegetación crece sin control cubriendo veredas y cordones, tu dinero sigue marchando en fila india hacia un destino tan previsible como indignante: sueldos innecesarios de personas que ingresaron a dedo, sin concurso, sin mérito y sin aportar valor real. Personas cuyo principal aporte a la sociedad podría y debería venir de generar riqueza en el sector privado, de crear, producir y competir, no de ocupar una silla pública asegurada por favores políticos.
El municipio se convierte así en un refugio cómodo para quienes, en vez de ganarse el pan en el mercado, lo cobran de un presupuesto que se alimenta de los bolsillos de todos. El resultado: menos recursos para arreglar una calle, para mantener un parque, para invertir en seguridad o en infraestructura, y más peso sobre la espalda del trabajador que todos los meses financia una maquinaria que parece diseñada no para servirlo, sino para servirse de él.
Es un círculo vicioso: la política asegura su base de poder creando empleos que no nacen de la necesidad de la gente, sino de la conveniencia del gobernante. El ciudadano común paga más, recibe menos y queda atrapado en un país donde el aparato estatal crece como un árbol torcido, imposible de enderezar si no se corta de raíz.
Un problema nacional
Lo de Salto es apenas un capítulo de una historia que se repite en distintos departamentos y niveles de gobierno. El clientelismo y la sobrecontratación son males transversales, sin bandera política. El resultado es siempre el mismo:
- Un Estado más caro.
- Un contribuyente más pobre.
- Un político más rico.
Uruguay ya destina cerca del 30% de su PIB a sostener el aparato estatal. Y este sigue expandiéndose. Sin una reforma profunda, seguirá absorbiendo recursos que deberían ir a inversión, innovación y servicios de calidad.
La ciudadanía anestesiada
Pero nada de esto sería posible sin otro ingrediente igual de preocupante: la pasividad ciudadana. Un pueblo que mira para otro lado mientras le vacían los bolsillos y le desarman la ciudad. Que se queja en la sobremesa, pero no exige, no reclama, no presiona. Que acepta como inevitable que le destruyan el presente y le hipotequen el futuro.
Esa anestesia social es el mejor aliado del clientelismo. Cuando la indignación no pasa de un comentario en redes o un chiste amargo en el café, la política sabe que puede seguir igual. Los gobernantes entienden el mensaje: “pueden hacer lo que quieran, que acá nadie se mueve”. Y así, la resignación se convierte en complicidad silenciosa.
El ejemplo más claro de esta anestesia lo tenemos frente a nuestros ojos: un Parlamento dispuesto a aprobar una ley tan grave y trascendental como la eutanasia, y una ciudadanía que ni siquiera se informa a fondo, que no busca entender sus alcances, implicancias éticas y consecuencias sociales. Un tema que debería provocar debates intensos en cada esquina se diluye en la indiferencia general. Y esa indiferencia no es inocente: es la señal inequívoca de que la sociedad está dispuesta a delegar decisiones de vida o muerte en manos de políticos que, muchas veces, legislan más por cálculos de popularidad que por convicciones profundas o respeto a la dignidad humana.
Un ciudadano pasivo no es neutral: es funcional al sistema que dice detestar. Cada vez que no exige transparencia, que no pregunta en qué se gasta su dinero, que no se informa sobre leyes que afectarán su vida o la de sus hijos, está firmando un cheque en blanco a los mismos de siempre.
La democracia, sin participación activa, se degrada en un ritual vacío que legitima el saqueo y la manipulación. Si queremos frenar la “fábrica de funcionarios”, el despilfarro y la degradación de valores que nos empobrecen y fragmentan como sociedad, no alcanza con cambiar nombres en el cartel: hay que despertar a la ciudadanía, sacarla del letargo y devolverle la conciencia de que los burócratas que componen el Estado son su peor enemigo, dedicados a administrar irresponsablemente un botín ajeno, y que por eso requiere vigilancia, control y participación constante.
El Estado debe ser un administrador eficiente, no un empleador de favores. Su función es crear condiciones para que la sociedad prospere, no garantizar la supervivencia política de quienes lo dirigen.
Conclusión
La “fábrica de funcionarios” de Salto es una postal de cómo funciona el sistema político uruguayo. No es un problema de un partido o un dirigente: es una falla de diseño que atraviesa a todos y que perjudica, sobre todo, a los más humildes.
Mientras no se cambien las reglas que permiten que esto pase, el contribuyente seguirá pagando la cuenta y el país seguirá cargando con un Estado pesado, lento y caro.
Uruguay necesita un partido verdaderamente liberal, que no tema hacer los ajustes que haya que hacer. Que achique el Estado para liberar recursos, dinamizar la economía y, sobre todo, beneficiar a los más vulnerables. Porque cuando el Estado se vuelve una máquina de clientelismo, los primeros que pierden son siempre los que menos tienen.