Álvaro Lima prefirió un espacio público desde donde recordó momentos de su infancia y adolescencia
Me dieron a elegir un lugar para esta entrevista y no lo dudé. Pensé en este patio de la vieja jefatura de policía, con ese pórtico, esa puerta que es patrimonio histórico y que forma parte del corazón de Salto.
Es un rincón que muchos desconocen, pero que guarda historia, identidad y, para mí, muchos recuerdos. Porque aquí cerca me crié, sobre la calle Lavalleja, y este era uno de nuestros lugares de paseo. Íbamos a la plaza 33, antes de su reforma, nos subíamos a los pinos, jugábamos a la guerra de los coquitos, corríamos por los canteros, íbamos a la catequesis en la parroquia del Carmen.
Esa infancia me marcó. Nos movíamos con libertad, con otra contención familiar, sin los flagelos sociales que lamentablemente hoy están tan presentes. Recuerdo que hacíamos los deberes y salíamos a la calle. Éramos conocidos, populares en el barrio. Esos años forjaron valores que todavía me acompañan.
Desde muy joven supe que quería estar cerca de los demás. A los 15 ya formaba parte de grupos juveniles, y no tardé en pasar de integrante a coordinador. Fui parte del equipo nacional de formación de líderes en la Asociación Cristiana de Jóvenes, una experiencia que me enseñó muchísimo. Más adelante, en paralelo a mis estudios de abogacía, me sumé a un programa de contención para niños y adolescentes en situación de calle. Recorríamos la ciudad, compartíamos espacios con ellos, jugábamos, conversábamos, les dábamos una merienda, pero sobre todo, los escuchábamos. Conocí realidades muy duras, muy distintas a la mía, y entendí que nadie merece crecer en el abandono.
Nunca viví en el confort, pero tampoco nos faltó nada. Éramos una familia de clase media, unida, con lo justo, pero con valores sólidos. Lo que vi en esos años me llevó a comprometerme cada vez más. Luego vinieron 16 años de trabajo en el programa Miguel Magnone, con adolescentes en conflicto con la ley. Muchos de esos jóvenes los reencontré años después. Algunos me reconocieron, otros no. Lo más emocionante fue ver cómo muchos de ellos lograron retomar su vida, formar una familia, conseguir un trabajo. Eso, para mí, no tiene precio.
En mi profesión de abogado también me tocó acompañar procesos difíciles: separaciones, violencia familiar, custodias, visitas. Situaciones donde los más afectados siempre son los hijos. Hubo un momento en el que tuve que decidir, o me distanciaba emocionalmente para poder seguir, o me quebraba. Elegí cuidarme. No por frialdad, sino por necesidad. Para poder seguir ayudando sin cargar con cada historia. Y creo que fue una de las decisiones más difíciles, pero más sabias que tomé.
He vivido muchos años en soledad. Es una compañía que aprendí a aceptar. A veces cuesta explicarlo, pero forma parte del camino que elegí. Cuando necesito recargar, me alejo. Me gusta leer, acampar, estar en silencio. Después de etapas muy intensas, me reencuentro conmigo mismo. He participado en retiros espirituales, estudié derecho canónico, formé parte de encuentros de la comunidad católica. La fe ha sido una brújula, incluso en los momentos más inciertos.
Visité el Vaticano y tuve la oportunidad de ver al Papa Francisco. Fue un momento profundamente importante. No solo por lo simbólico, sino porque me reafirmó que se puede actuar desde la fe, con respeto, sin confrontar, proponiendo. Intento que todo lo que hago esté atravesado por esa mirada: construir un mundo más humano, más sensible, más justo.
Perdí a mi padre hace más de diez años. Esa ausencia física todavía duele. Pero si algo me sostiene, es esa familia unida que fuimos, esos valores que quedaron. En un mundo donde muchas veces la agresión es la norma, intento no dejarme arrastrar. No leo comentarios, no consumo todo lo que circula. Me cuido. Porque para dar, también hay que preservar lo que uno es.
Hoy me encuentro más en paz. Siento que todo lo vivido me formó para entender que acompañar es también una forma de sanar. Y que escuchar es una forma de servir.