Ramón Fonticiella nos recibió en su casa, en un espacio muy cálido desde donde recorrimos gran parte de su vida.
Este espacio en el que hoy los recibo es, en realidad, un pequeño logro de mi compañera de vida. Fue ella quien transformó dos ambientes en uno solo, quien le puso cabeza, ideas, decisión… como hacen ustedes, las mujeres.
Yo solo puse los cuadros. Cuadros que fui juntando con los años, y que no decoran, sino que cuentan historias. Historias de personas que quiero, como Hugo López, un amigo que se fue hace tiempo, pero que dejó en mí y en estas paredes mucho más que óleos. Compartimos escuela, trabajo y hasta un destino rural. Mientras él estudiaba para recibirse, cocinaba para los gurises… y tallaba. Tallaba cortapapeles en madera que guardo como un tesoro, porque en lo simple también hay arte.
La sensibilidad, si tengo alguna, la aprendí de otros. De un funcionario llamado Pinocho Martínez que hablaba de arte con pasión, aquella maestra de música del Ejército de Salvación. Yo era muy joven entonces, y no supe entender en ese momento todo lo que nos daban. Pero con los años aprendés a mirar para atrás y agradecer.
No tengo hobbies. Nunca los tuve. Mi hobby fue siempre hacer. Hacer lo que se pueda, como se pueda. A veces con las manos, otras con la cabeza, o con el corazón. Y aunque nunca tuve oído ni talento para el dibujo, me rodeé de gente que sí lo tenía, y supe valorar eso. Por eso, tengo prohibido volver a comprar cuadros… ya no me entran.
Fui maestro poco tiempo, es cierto. Me destituyeron siendo director de escuela. Por concurso había llegado, como todo lo que conseguí. Nunca pedí un cargo político, nunca me lo ofrecieron, y si lo hubieran hecho, no lo habría aceptado. Me acusaron de tres cosas: ser candidato por una lista que no entraba, ser izquierdista, y ser secretario de la Asociación Magisterial. No negué ninguna. No tiré piedras ni insulté a nadie, pero igual me destituyeron.
Cuando volvió la democracia, me restituyeron. Pero no al mismo cargo. Me dieron uno mejor, pero no era el mío. Y como no me adapté al molde de esa nueva generación, pedí una licencia sin goce de sueldo… y no volví hasta que me devolvieron lo que era mío. El día que lo hicieron, fui, firmé y renuncié. No por bronca. Por dignidad.
Afortunadamente, el periodismo siempre estuvo ahí. Desde los 14 años, cuando escribí por primera vez en La Prensa, donde mi padre trabajaba en deportes. No fue fácil. Él era un hombre grande, muy respetado. Yo me sentía muy chiquito. Hasta que un día, en el estadio Dickinson, Danilo Porto me dijo: “¿No querés escribir en el diario?” Y así empecé.
La vida me llevó por radios, diarios (EL PUEBLO), relatos deportivos. Incluso por la aventura de ir a Argentina a transmitir el campeonato de básquetbol. Nos fuimos todos en un Fiat 1600, sin saber si aquello era cierto o una broma. Pero era cierto. Y ahí empezó otra etapa.
También trabajé como cobrador, en tiempos donde lo importante era trabajar. A veces iba los domingos a las 8 de la mañana a cobrar una cuota. Y sí, hice amanecer en alguna vereda esperando que me atendieran. Era otra época. Había quienes cumplían, y quienes no. Pero aprendí a conocer a la gente, más allá de los apellidos.
De toda esa vida, me queda la certeza de que siempre traté de ser fiel a mis convicciones, incluso cuando eso implicó perder trabajos o quedarme solo. Las emociones más fuertes me las dio la política, pero también la calle, el micrófono, la escuela rural, los relatos, la vida vivida.
Hoy podría estar en Montevideo, cerca de mis hijos, de mi nieto. Pero elegimos quedarnos. Porque acá están las raíces, lo bueno y lo malo, las alegrías y las tristezas. Porque este pueblo, aunque no lo supiera, me dio todo.
No aspiro a ningún cargo más. Lo único que me queda es la obligación de devolverle algo a esta tierra. De volver a hacer. De volver a intentar que el Frente Amplio recupere su esencia, aquella del 71, pero puesta en este tiempo. Con los mismos valores, pero con los pies en el presente. Porque si hay algo que aprendí en esta vida, es que se puede perder todo, menos la coherencia. Y eso, por suerte, aún lo conservo