
Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa… especialmente en el Estado.
G.K. Chesterton
Si los antiguos teólogos identificaron siete pecados capitales como las raíces de todos los males morales del hombre, bien podríamos hacer el ejercicio de aplicarlos al Estado moderno. El resultado es tan revelador como incómodo: ese privilegiado grupo de hombres que integran el Estado, especialmente en su versión socialista, no solo cae en todos, sino que los institucionaliza. Se convierten así en el mayor pecador colectivo, enemigo sistemático del individuo libre.
El pecado del Estado no es accidental. Es estructural. Está en su ADN cuando no reconoce límites, y más aún cuando se convierte en religión laica bajo regímenes socialistas.
El Estado, cuando se desborda de sus funciones naturales, se transforma en una máquina de corrupción moral, estructural y económica. Y cuando además se reviste de ideología, se vuelve un ídolo sediento de sumisión total. Como dijo el historiador británico Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.”
Soberbia: el Estado que se cree Dios
No hay pecado más evidente que la soberbia del Estado que se cree infalible, que legisla sobre todo, que decide lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo que se puede pensar, decir y hacer. Desde arriba, desde el poder, todo se ordena, todo se planifica y todo se controla.
El socialismo lo lleva al extremo: pretende diseñar la sociedad, adoctrinar y reeducar a los ciudadanos, redefinir la realidad mediante la imposición de nuevas formas de lenguaje, negando la ciencia y la biología, y promoviendo la autopercepción como sustituto de la verdad objetiva.
Quien no repite el dogma metafisico, es tachado de intolerante.
Avaricia: el Estado que todo lo quiere
Los impuestos no paran de subir, los tributos se multiplican, y aún así nunca es suficiente. El Levitan lo quiere todo: las ganancias, los ahorros, la propiedad, el trabajo, el tiempo y hasta la vida. Pero no solo eso. También impide ahorrar, destruye la moneda, confisca por inflación y por decreto.
La avaricia estatal asfixia al ciudadano y empobrece a la sociedad.
El socialismo lo consagra: “todo lo tuyo es mío, y lo mío también”.
Como decía Frédéric Bastiat: “El Estado es la gran ficción por la cual todos intentan vivir a expensas de todos los demás.”
Lujuria: el placer por dominar
La lujuria estatal no es sexual, sino de poder. Se goza dominando, regulando, interviniendo, vigilando. Invade esferas intimas que no le pertenecen: la familia, la educación, la moral, el lenguaje, incluso la conciencia.
En el socialismo, esta lujuria se vuelve pedagogía: se disfruta moldeando conciencias desde la infancia. Reemplaza el pensamiento por el adoctrinamiento, la verdad por el relato.
El individuo no importa; lo que importa es su función política.
Ira: la violencia del poder
Cuando el Estado se enoja, castiga. Quien no se somete, es perseguido. Quien disiente, es censurado. Quien no paga, es sancionado. Quien no entrega, es clausurado.
La ira estatal se expresa en represión, arbitrariedad, amenazas, confiscaciones, violencia física o simbólica.
Charles Bukowski lo dijo sin rodeos: “La diferencia entre una democracia y una dictadura es que en la democracia votas antes de obedecer órdenes”
Gula: la obesidad burocrática
El Estado glotón devora recursos sin producir nada. Se multiplica en oficinas, ministerios, reparticiones y organismos que solo existen para justificar su propia existencia. En lugar de adelgazar, engorda. En lugar de servir, exige.
La gula estatal no se limita a su tamaño: también se refleja en el gasto superfluo, los viajes oficiales, los asesores innecesarios, la propaganda, los privilegios.
El ciudadano trabaja para mantener al Estado, y no al revés.
El socialismo hace de esto un dogma: se elimina al emprendedor y se premia al burócrata.
Envidia: la guerra contra el que prospera
El Estado no tolera que alguien destaque por mérito propio. Grava al que produce, persigue al que ahorra, asfixia al que invierte. En el socialismo, la envidia es bandera: se iguala hacia abajo. Todo aquel que sobresale es sospechoso.
Como escribió Winston Churchill: “El vicio inherente al capitalismo es el reparto desigual de las bendiciones; la virtud inherente al socialismo es el reparto igualitario de las miserias.”
Pereza: la inercia del aparato estatal
El Estado es lento, ineficiente, torpe. Nunca llega a tiempo, nunca soluciona nada, pero siempre cobra. Cobra al contado, paga en cuotas. La pereza estatal genera servicios mediocres, escuelas sin formación, hospitales sin recursos. Nadie responde, nadie asume responsabilidades. Y sin embargo, el sistema se reproduce.
El socialismo convierte esta pereza en principio: lo importante no es que las cosas funcionen, sino que sean “públicas”.
Y en nombre de lo “público”, se sacrifica lo útil, lo eficiente y lo justo.
Conclusión: el Estado como suma de todos los pecados
Los siete pecados capitales no solo viven en el alma del hombre, sino también —y de forma más peligrosa— en la estructura del Estado. Cuando este se aparta de su rol limitado, cuando asume funciones que no le corresponden, cuando abraza la ideología del control absoluto, se convierte en el mayor pecador de todos.
Y peor aún, hace que los ciudadanos pierdan el sentido moral de sus actos, delegándolo todo en una maquinaria amorfa y sin alma.
Frente a esto, la única respuesta es la libertad.
Porque solo en una sociedad libre, donde el poder esté limitado y el individuo sea el protagonista, pueden evitarse los vicios del Leviatán.
Como escribió Friedrich Hayek: “Cuanto más planifica el Estado, más difícil se le hace al individuo planificar su propia vida.”
Recuperar la libertad no es solo una necesidad política, sino una urgencia moral.
Es elegir entre una sociedad de individuos responsables o un rebaño de súbditos obedientes.
Y eso, al fin de cuentas, es el mayor pecado.