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Entre el alba y la noche

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Cuando la lluvia era de muchos días se llenaba el pozo y nosotros lo mirábamos de lejos. Sentados al sol y comiendo naranjas, calculábamos los días que tardaría en secarse. No sé para qué se había hecho aquel pozo, que no era de gran tamaño, más o menos un metro de profundidad y su diámetro no llegaba a dos. No era tan difícil bajar, resultaba muy costoso subir y complicado prendernos de los yuyos del borde, que casi siempre se reventaban, pero al final y con mucho esfuerzo lográbamos salir.

Con mucho tiempo disponible, mis hermanos y yo, con algunos botijas vecinos, inventábamos juegos; por ejemplo quien resistía más tiempo acostado boca arriba en el pasto con los ojos cerrados. Una vez me pasó que cuando el juego había terminado, abrí los ojos y no podía ver nada, estuve un rato así hasta que fui recobrando la vista. Fue justo el día que todos decían que se terminaría el mundo. Andábamos todos tristes y asustados, muy preocupados porque no sabíamos a qué hora iba a suceder.

En otra ocasión, aguanté tanto con los ojos cerrados que me dormí y cuando desperté todo estaba en silencio, nadie estaba a mi lado. Cuando pasaban estas cosas y mi abuela se enteraba, se enojaba mucho y no nos dejaba salir por varios días, nos obligaba a dormir la siesta o a releer las revistas de ”Don Nicola y Patoruzú” en silencio.
Cierto día nos equivocamos, bajamos todos al pozo de golpe, creyendo que ya estaba seco y lógicamente se formó enseguida un tremendo barrial, que dificultó bastante la salida y provocó el enojo de la abuela.
Nuestro temor radicaba principalmente en un personaje, que dicen que aparecía siempre a la hora de la siesta y que si agarraba a alguien distraído, no dudaba en ponerlo en la bolsa y se lo llevaba. Estando todos en el pozo siempre a alguien se le ocurría gritar; – ¡Viene el viejo de la bolsa! – entonces todos desesperados trataban de salir y allí comenzaba mi gran problema, pues yo era el más chico, a quien le costaba más.
A mí me gustaba observar el pozo desde arriba del naranjo, que en esa época estaba cargado de frutas. Ambos, el pozo y el naranjo eran nuestro punto de encuentro, nuestro lugar de diversión. Las naranjas más dulces siempre son las que están más arriba y yo iba en busca de una de ellas, hasta que cedió un pedazo de rama que había pisado y en la caída recibí un puntazo en el costado como una puñalada. Todos veían asustados la herida, la única serena era la abuela, que con sus curas caseras sumado al paso de los días hicieron lo suyo. Recuerdo que ella colgaba en el viejo naranjo los pelos que le salían al gato, para que los pajaritos pudieran hacer sus nidos.

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Algunas tardes eran diferentes en la casa, porque llegaba el pastor Montaño y se armaba tremendo revuelo. Este señor siempre aparecía a la hora del mate y la abuela me mandaba a traer mortadela y queso al almacén de Gregorio. -¡Llevá la libreta y fíjate bien lo que anota el gordo! – me decía con extrema seriedad. Yo tenía mis dudas con respecto a lo se decía de Gregorio, que siempre se equivocaba a su favor, porque siempre me regalaba caramelos de leche masticables.
Me preocupaba cuando veía la cara de susto de la abuela, cuando el pastor le decía; – ¡Abuela, quédese donde está, no se mueva, los demonios están revoloteando encima de su cabeza! Después como si nada, se marchaba haciendo alguna broma estúpida.
El momento que abandonábamos el naranjo y el pozo era a las cuatro de la tarde, nuestras reuniones familiares se daban a diario y a esa hora en torno a la radio, el momento de escuchar la radionovela y aunque nos interesaba el avance de cada capítulo, nadie se atrevía a hacer ningún comentario, solo la abuela o la vecina estaban autorizadas a opinar sobre los personajes y el posible destino final de la obra.

Hoy a la distancia y con cierto agrado, al medir el tiempo, analizo el ayer y el hoy, que se juntan y que son tan parecidos, es cuando caigo en el pozo de la vida y todo es cuesta arriba, pienso que no he de salvarme si no intento prenderme de los yuyos que aparecen al borde.
ALCIDES FLORES

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