
Hay una pregunta que atraviesa siglos de pensamiento como una flecha lanzada por manos invisibles: ¿quién soy yo, si no soy también los otros? No es solo una inquietud filosófica de domingo por la tarde; es el nudo apretado que sostiene nuestra experiencia diaria. El ser humano no ha nacido nunca solo. Desde el primer grito que da forma al llanto hasta el último suspiro que exhala memoria, siempre hay alguien mirando, cuidando o recordando. Incluso los más ermitaños viven en relación —aunque sea con el silencio de una sociedad ausente.
La psicología social y la psicología existencial, con todos sus desencuentros y abrazos incómodos, se asoman a esta tensión fundamental: el individuo y la colectividad, el yo que busca sentido y el nosotros que impone normas. Uno podría pensar que son disciplinas incompatibles, como el fuego y el agua. Pero a veces, de esa colisión nacen las ideas más luminosas.
Existir es coexistir
Martin Heidegger no creía en la soledad esencial del ser humano. Para él, el Dasein —ese modo peculiar de ser que somos— ya viene “con-otros”. No es una añadidura posterior, sino la materia prima de nuestra existencia. En su célebre Ser y Tiempo, acuña el término Mitsein: el ser-con. Así como un pez no puede experimentar el agua como algo externo, nosotros no podemos concebirnos sin el mundo compartido. Nuestra identidad, nuestra comprensión, incluso nuestro lenguaje, son prestados, moldeados, filtrados por los demás.
Pero si Heidegger nos hizo conscientes de la cohabitación, Martin Buber nos lanzó al centro mismo del drama relacional. En Yo y Tú, el filósofo judío nos sacude: “En el principio era la relación”. No hay un Yo que luego encuentra un Tú; el Yo solo nace en el diálogo. Una afirmación tan poética como radical: no somos sin los otros, pero no porque nos definan desde fuera, sino porque nos revelan desde dentro. Como el negativo de una fotografía que solo toma forma cuando se expone a la luz del encuentro.
Claro que no todo encuentro es redención. También está la relación “Yo–Ello”, esa mirada que transforma al otro en objeto, en instrumento, en categoría. El camarero, la compañera de piso, el seguidor de Instagram. En esta versión degradada de la relación, el otro no me interroga ni me revela; simplemente me sirve. Es aquí donde la psicología social tiende a operar: en los patrones, roles y comportamientos grupales. Pero en esa comodidad predictiva, ¿no perdemos algo esencial?
La máscara de la adaptación
El problema aparece cuando el nosotros se vuelve prisión. Sartre, siempre puntual con la acidez existencial, nos dejó la célebre sentencia: “El infierno son los otros”. Una frase que se ha malinterpretado como misantropía, cuando en realidad retrata una angustia ontológica: el otro, al mirarme, me congela. Me transforma en cosa, en personaje. Y yo, débil como una hoja en otoño, acato ese papel.
La vida cotidiana está llena de pequeños teatros: nos vestimos para ser aceptados, hablamos para ser aprobados, callamos para no desentonar. Es lo que Fromm llamó “huida de la libertad”: el miedo a la soledad y la responsabilidad empuja al individuo a fundirse en la masa. De ahí a los totalitarismos, hay solo una cuadra.
Y sin embargo, existe la posibilidad de autenticidad. Irvin Yalom, terapeuta y humanista, defendió que la autenticidad es un acto de valentía: decidir ser uno mismo, a pesar del precio social. Porque, y esta es la paradoja más afilada del pensamiento existencial, cuanto más auténtico es uno, más solo puede llegar a sentirse. La diferencia no se premia, se sospecha. Pero sin esa diferencia, sin ese Yo que se atreve a no encajar, tampoco hay transformación ni sentido.
Viktor Frankl, que conoció el infierno real de Auschwitz, fue quizás quien mejor encarnó esa paradoja. En medio del horror colectivo, descubrió que el ser humano puede elegir su actitud. Incluso sin libertad exterior, aún queda la libertad interior: responder ante la vida. No hay mayor acto de individualidad que encontrar sentido en lo que parece sin sentido. Pero, curiosamente, ese sentido siempre apunta hacia el otro: el amor, el trabajo, la responsabilidad con el mundo.
La psicología del grupo y el individuo singular
Si la psicología social mide los efectos de la presión grupal —experimentos de conformidad, obediencia, roles de poder—, la psicología existencial nos recuerda que, dentro de esas estadísticas, hay un ser humano sintiente que decide. El experimento de Milgram nos muestra cómo muchos obedecen sin cuestionar. Frankl, en cambio, nos muestra cómo uno solo puede decir “no” incluso con todo en contra.
Erich Fromm es el autor puente por excelencia. Entendió que el carácter se forma socialmente, pero no por eso deja de ser transformable. Propuso que el ser humano tiene una “orientación productiva”: una capacidad para amar, crear y razonar más allá de sus condicionamientos. No se trata de negar la influencia social, sino de superarla. De hacer de la libertad algo activo, no meramente reactivo.
También Yalom, desde el consultorio, observó cómo los vínculos más íntimos —familia, pareja, amistades— pueden ser tanto cuna como jaula. Lo social, lejos de ser solo escenario, se convierte en protagonista del drama psicológico. Nos sostiene, sí. Pero también nos limita. El terapeuta existencial ayuda a reencontrarse con uno mismo, sin renunciar al nosotros, pero sin sacrificar el yo.
Buber, con su insistencia en el encuentro “Yo–Tú”, aporta un enfoque casi místico: el otro no es amenaza, sino camino. Pero ese encuentro no puede forzarse ni fingirse. Solo ocurre en la verdad, en la vulnerabilidad. Si vivimos demasiado en relaciones “Yo–Ello”, nos convertimos en autómatas sociales: funcionales, correctos… y vacíos.
¿Individuo o comunidad? La antítesis irresuelta
Lo fascinante del tema es que no tiene solución definitiva. Vivimos en una tensión constante. Queremos pertenecer, pero también queremos ser únicos. Anhelamos ser comprendidos, pero tememos ser juzgados. El individuo sin comunidad se disuelve en el sinsentido; la comunidad sin individuos libres se pudre en la uniformidad.
Es una danza antigua, coreografiada por la historia. Las épocas autoritarias sacrifican al yo en nombre del orden; las épocas narcisistas descuidan al nosotros en nombre de la autoexpresión. El ser humano oscila entre el tribalismo y el aislamiento, como un péndulo que no encuentra descanso.
Quizás la salida no esté en elegir un extremo, sino en aceptar la paradoja. Como propuso Fromm: “Ser plenamente uno mismo y, al mismo tiempo, plenamente con los otros”. O como diría Frankl: vivir como si nuestra existencia fuese una respuesta única a una pregunta irrepetible del universo.
Conclusión: en el filo de la relación
En este espejo de doble faz que es la psicología social vista desde lo existencial, descubrimos que el sujeto no es ni masa ni isla. Es un nudo entretejido en una red, pero con voz propia. Un “yo” que no puede surgir sino en el seno del “nosotros”, pero que también puede rebelarse, crear, amar y cambiar el mundo que lo formó.
Y aquí, en este cruce entre Heidegger y Buber, entre Sartre y Yalom, entre Fromm y Frankl, tal vez encontremos no una respuesta definitiva, sino una dirección: vivir la relación con los otros no como fusión ni como sumisión, sino como encuentro. Como afirmación mutua. Como esa chispa breve pero verdadera que ocurre cuando dos miradas se reconocen sin necesidad de máscaras.
Porque quizás el gran acto revolucionario de nuestro tiempo no sea gritar nuestra identidad desde una torre de soledad, ni disolvernos obedientemente en la multitud. Quizás el verdadero desafío sea este: ser uno mismo… con los otros.
Recursos adicionales
📘 Libro recomendado: «El hombre en busca de sentido» – Viktor E. Frankl: Una obra clave de la Logoterapia que articula la experiencia del individuo en situaciones límite, pero también profundiza en la dimensión comunitaria del ser humano: el «yo» que sólo se comprende en el contexto del «nosotros», incluso en medio del sufrimiento extremo.
📺 Documental: «The Century of the Self» (2002) – Adam Curtis (BBC): Este documental explora cómo las teorías de Freud, luego adaptadas por Edward Bernays y otros, influyeron en la construcción del sujeto moderno dentro del capitalismo de consumo. Aunque parte del psicoanálisis, su análisis del «yo» y del «nosotros» en el siglo XX se complementa perfectamente con una lectura existencial crítica.
🎬 Película: «Ikiru» (1952) – Akira Kurosawa: Una obra profundamente existencialista que muestra cómo un funcionario japonés, enfrentado a su muerte, redescubre el sentido de su vida al conectarse con los otros. Es un retrato sutil del paso del «yo» alienado hacia un «nosotros» transformador.