“La familia es la primera escuela de las virtudes sociales de las que necesitan todas las sociedades.”
San Juan Pablo II
El reciente fallo judicial a favor de la comunidad menonita de Florida es, sin exagerar, uno de los acontecimientos más significativos de los últimos años en materia de libertades en Uruguay. No se trata solamente de una comunidad aislada que se defiende de un aparato burocrático demasiado celoso; se trata de un recordatorio profundo y contundente de que la educación de los hijos pertenece a las familias, no al Estado.
La ANEP, en su afán de imponer su monopolio educativo, intentó obligar a los menonitas a encajar en un molde que no les correspondía, llevándolos a juicio por no enviar a sus hijos a escuelas públicas o privadas reconocidas oficialmente. Pero el tribunal fue claro: educar no es sinónimo de asistir a un edificio escolar. Lo decisivo es que exista un proceso real de enseñanza, y la Constitución ampara la libertad de enseñanza sin subordinarla a un único modelo estatal.
Este triunfo judicial trasciende con mucho a la comunidad menonita: es una victoria para todos los padres uruguayos. Porque si la ANEP hubiera ganado este juicio, el mensaje hubiera sido demoledor: “los hijos pertenecen al Estado, y ustedes apenas los custodian hasta que ingresan a nuestras aulas, donde serán formateados según los planes oficiales”. En cambio, el fallo recupera el espíritu del artículo 68 de la Constitución y de la LUC: los hijos pertenecen a las familias, y el Estado no es dueño de la educación sino apenas garante subsidiario. Ese recordatorio es vital en un tiempo donde el poder político se arroga cada vez más espacios de nuestra vida privada.
El rol del Estado debe ser claro: acompañar, apoyar, asegurar que ningún niño quede excluido, pero jamás desplazar el papel primario de los padres. Cuando olvida su carácter subsidiario y se convierte en un educador obligatorio, el Estado cruza una línea peligrosa y transforma lo que debería ser enseñanza en adoctrinamiento.
Y aquí llegamos al punto neurálgico de la discusión actual: la imposición a nuestros hijos de la ideología de género. Una ideología carente por completo de respaldo en la ciencia y mucho menos en la naturaleza y en la biología, y que es presentada en las aulas como si fuera un conocimiento científico indiscutible, cuando en realidad es una visión particular, controvertida y no compartida por buena parte de las familias uruguayas.
Conviene dejarlo claro: no se rechaza la educación sexual en sí misma. Nadie discute que los jóvenes aprendan sobre salud, respeto mutuo, prevención de abusos y convivencia sana. El problema no está en la información, sino en la colonización ideológica disfrazada de pedagogía. Cuando se enseña a los niños que el género es una construcción enteramente subjetiva desligada de la biología, cuando se presenta como verdad única una concepción filosófica que relativiza la identidad sexual, lo que ocurre ya no es educación: es manipulación. La línea entre informar y adoctrinar es delgada, y el Estado uruguayo la ha cruzado más de una vez con programas que no buscan transmitir conocimientos, sino implantar una visión del mundo que responde a intereses ideológicos muy concretos.
Esto genera un dilema de fondo: ¿quién decide qué valores deben guiar la formación moral de los niños? ¿El Estado, a través de burócratas y planes diseñados desde escritorios alejados de la realidad de los hogares, o las familias, que son las que crían, sostienen y conocen a sus hijos? El liberalismo siempre dio una respuesta clara: la familia es anterior al Estado y es la primera escuela de virtudes. Aristóteles lo dijo en la Antigüedad: “antes que la ciudad, está el hogar”. Juan Pablo II lo reafirmó en tiempos modernos: la familia es la “primera escuela de virtudes sociales”. Y pensadores como Milton Friedman advirtieron que la descentralización familiar es un antídoto contra la uniformidad del pensamiento único.
El problema no es solamente que se enseñen ciertos contenidos, sino que se haga con el peso del poder estatal detrás, anulando la posibilidad de disentir. Es aquí donde la objeción de conciencia educativa se vuelve un derecho ineludible. Si la ley reconoce que un médico puede negarse a practicar un aborto o una eutanasia por convicciones éticas, ¿cómo negar a los padres la posibilidad de objetar un programa escolar que contradice sus creencias más profundas?
La objeción no es un capricho: es el último muro de defensa de la libertad frente a un Estado que pretende apropiarse de la formación moral de las nuevas generaciones.
El caso menonita demuestra que la diversidad cultural no es una amenaza, sino una riqueza. Uruguay no se empobrece porque existan familias que eligen educar en casa, ni porque comunidades distintas sostengan modelos alternativos. Al contrario, se fortalece porque reconoce la pluralidad de caminos. Lo que empobrece a un país es el intento de imponer un único molde, uniformando conciencias bajo un mismo patrón ideológico. Y eso es lo que está ocurriendo en buena parte del mundo, donde la ideología de género se convierte en un dogma obligatorio, al que se debe adherir so pena de ser señalado, marginado o castigado.
Las familias uruguayas deben entender que este fallo no es solo una anécdota judicial de los menonitas. Es un precedente que las ampara a todas. Significa que si sienten vulneradas sus convicciones pueden invocar la Constitución, la LUC y este fallo para exigir respeto. Significa que tienen derecho a explorar alternativas: colegios con proyectos distintos, homeschooling, programas comunitarios. Significa, en definitiva, que no están obligadas a resignarse a que el Estado dicte, de manera absoluta, qué deben pensar y creer sus hijos.
Lo que se libra aquí es una batalla cultural decisiva. De un lado, quienes creen que el Estado debe moldear conciencias desde la infancia para fabricar ciudadanos “correctos” según un molde ideológico. Del otro, quienes defendemos la libertad de las familias, la pluralidad de modelos y la riqueza de la diferencia. La pregunta es sencilla, pero decisiva: ¿queremos ciudadanos libres o ciudadanos domesticados? La respuesta definirá el Uruguay de mañana.
El fallo menonita nos recuerda que la libertad no se mendiga, se ejerce. Y si el Estado insiste en avanzar con programas uniformes y de adoctrinamiento, la tarea de cada hogar será levantar trincheras de libertad, como lo hicieron los menonitas. Hacer de la familia un bastión donde se transmitan valores firmes, pensamiento crítico y convicciones auténticas. Porque solo así podremos preservar la inocencia de los niños, defender la libertad de conciencia y asegurar que las próximas generaciones crezcan más libres que la anterior.
La gran enseñanza que deja este fallo es sencilla y poderosa: los hijos no pertenecen al Estado; la primera escuela, la más libre y la más verdadera, siempre será la familia. Y si alguna vez dudamos de ello, basta recordar las palabras de Aristóteles, tan vigentes hoy como hace siglos: “La familia es la asociación primera y natural; antes que la ciudad, está el hogar.”