
CONTINUACIÓN… seguimos delineando estos primeros apuntes que no son más que un borrador de una historia que venimos escribiendo cada lunes desde esta columna.
SEIS. Unos minutos en el futuro…
Ya pasaron algunos años en que el virus llamado SARS Cov-2, también conocido como COVID-19 o simplemente coronavirus, había invadido el planeta y éste, buscando sobrevivir, había comenzado una mutación casi interminable que hoy mantenía en vilo a la humanidad. Hablamos del COVID-33. Se había generalizado a tal extremo que decían que se había democratizado y que ya no discriminaba a las personas por su edad, atacaba a todos por igual. Había logrado también tal grado de camuflaje que más del noventa por ciento de las personas que estaban contagiadas eran asintomáticas, por lo que fue imposible seguir el hilo epidemiológico. Los contagiados iban por ahí contagiando a otros sin saberlo, y el virus estaba ya en todas partes, conviviendo entre nosotros.
Sin embargo, y por extraño que parezca, para contagiarse de esta variable de coronavirus nada había cambiado de aquel lejano 2019. La defensa contra este virus, que era igual de contagioso y mortal que sus anteriores versiones, era inocuo contra aquellas personas que siguieran a rajatabla las indicaciones de las autoridades sanitarias. Así que salir de la casa sin tapabocas y sin alcohol en gel no era una opción desde hacía años. Esto fue así hasta que el virus volvió a mutar y sin saberlo, algo cambió.
El escritor regresó del accidente a su casa ansioso. Los primeros rayos del sol traspasaban el cortinado del ventanal del comedor. Corrió por las escaleras rumbo a su refugio en el altillo. Necesitaba poner en orden sus ideas, revisar sus apuntes y comenzar a escribir. El corazón le salía por la boca, el hormigueo en sus dedos le decían que tenía una buena historia para desarrollar y contar. Lo que había visto debía ser contado.
Pasaron un par de días y María Luisa no tenía noticias de su esposo. Sabía que estaba trabajando en algo, pero era tiempo de poner orden y al menos pedirle que bajara a ducharse, algo que no podía hacer en el bañito que tenía en el altillo, que estaba solo para cuestiones de emergencia y para mantener cierta independencia cuando la necesitara, pero todo tenía un límite. «Es el colmo que ni siquiera baje a saludar a sus hijos en algún momento o preocuparse por la marcha del hogar», pensó. Ella entendía esa aparente excentricidad de algunos escritores que cuando necesitaban escribir, tenían que aislarse del resto del mundo, pero Saúl no era así.
Subió enérgicamente las escaleras, se había mentalizado que debería chocar con su marido y pedirle un poco de responsabilidad familiar, pero cuando abrió la puerta un fuerte olor a encierro invadió sus fosas nasales. El aire dentro de la habitación estaba concentrado y enviciado. Lo siguiente que vio fue a Saúl tirado sobre la cama que habían puesto para cuando tuviera largas jornadas de trabajo, boca abajo, inconsciente. Al acercarse, vio sangre sobre la almohada. A lo primero que atinó fue a taparse la boca con sus manos para ahogar su grito de desesperación para que sus hijos no la escucharan.
Se acercó para ver si solo estaba inconsciente. Al principio lo tocó y lo llamó infructuosamente por su nombre. Luego lo dio vuelta y lo sacudió, fue cuando Saúl reaccionó y trató de respirar, pero eso lo hizo toser y escupir sangre sobre María Luisa. Sin saberlo, el nuevo coronavirus se había cobrado sus primeras dos víctimas.
(Hasta la semana que viene…)