Cristian González nació en Salto. Asistió a talleres literarios orientados por Leonardo Garet y estudió Idioma Español en el CERP del Litoral. Actualmente se desempeña como docente de Lengua Española y de Comunicación y Sociedad en la ciudad de Bella Unión. Hoy EL PUEBLO comparte con sus lectores dos microrrelatos de su autoría:
El Dictamen
-A Lucía Gabrielli-
Con la sentencia en la mano, llegó el soberano a la celda de su escriba, a quien había
juzgado de heresiarca y vedado la práctica de la escritura que pobló en secreto las paredes de
su celda.
El gobernante alumbró el calabozo. El cautivo miró al hombre y desapareció entre las
palabras.
El Ciego
Entonces divisé en occidente una caravana de numerosos camellos que penetraba en la
oscuridad de la noche.
Menos por hambre que por sed, resolví encontrar el paraje de aquellos hombres, que
manifestaron no estar lejos. Cuando su fuego esclareció la negligencia de mi imagen,
aquellos temerarios varones me dieron caza. Una voz anunció su nombre con arrogancia.
Levanté la mirada y a mi diestra, una sombra alzó el riguroso alfanje pero, ante mis súplicas,
el altivo determinó mi cautiverio.
Ligadas las manos a mi espalda y aislado de aquellos hombres, conjuré el encanto y, antes
de que el alba me tocase el rostro, el arrogante llegó a mi confinamiento. Confesó su
desconcierto al saber que el desierto abrasador no me había quitado la vida, y tembló ante la
idea de haber usurpado la libertad de un hombre de Dios. Su alma me conmovió; pero
imploró, en un infatigable susurro, la revelación del Misterio. Le advertí que no podría
conocerlo; debía sucumbir ante la muerte. Esto anubló su temor y amenazó con darme
muerte.
El día nos mostró la oscura verdad: quemé, ante aquel desventurado, guijarros de olíbano
y, advirtiendo que aún podía retractarse, le declaré que, con ojos cerrados, respirase aquel
incienso y que, si la dignidad le era servida, al abrirlos vería a todos sus ancestros y a los
ancestros de los reyes que poblaron la tierra y a los guardianes del tesoro de Salomón.
Hizo cuanto dije pero, al abrir sus ojos, éstos se tornaron blancos: se habían secado.
El temor se propagó entre sus hombres, que tomaron cuanto le pertenecía y se perdieron
en el oriente.
El desierto lo acogió errante.