Por Martín de Arana
La diferencia de precios entre nuestro país y Brasil es una realidad imposible de ignorar para cualquiera que viva cerca de la frontera. Si bien esta diferencia puede atribuirse a múltiples factores, existen dos que saltan a la vista.
El primero es la diferencia cambiaria, con el tipo de cambio real bilateral de nuestra moneda respecto al real brasileño en niveles aún peores que los registrados tras la traumática devaluación del real del 13 de enero de 1999. Hoy se encuentran en mínimos históricos de más de 25 años.
El segundo es la disparidad de precios en productos que, aun siendo importados desde Brasil, y teniendo en cuenta impuestos, tasas aduaneras y otros costos locales, llegan a costar dos o tres veces más del lado uruguayo que a pocas cuadras de distancia, cruzando la frontera. Esta misma lógica se observa en el mercado inmobiliario: mientras que los campos en Livramento cuestan el doble que en Rivera, un apartamento del otro lado de la línea fronteriza puede valer la mitad.
Estas distorsiones son ampliamente conocidas por las áreas relevantes del Ministerio de Economía. Incluso, durante la pasada legislatura se presentaron varios proyectos de ley destinados a mitigar los efectos de este problema. Ninguno fue del agrado del anterior Ejecutivo, que tampoco propuso una alternativa propia. No queda claro entonces si existía una voluntad real de resolver el problema o, peor aún, si directamente no se lo consideraba un problema.
Con el nuevo gobierno asumido el 1º de marzo, se abre un nuevo compás de expectativa. En efecto, los comerciantes fronterizos aguardan con optimismo la visita a Artigas, la semana que viene, de autoridades del Ministerio de Economía junto a sus equipos asesores, quienes recorrerán varios departamentos. Esto ya representa una muy buena señal: los comerciantes tienen la necesidad y el derecho de ser escuchados, y de que sus problemas sean contemplados en la medida de lo posible dentro del próximo presupuesto.
La frontera es una realidad. Lejos de ser vista como un problema, debería entenderse como una gran oportunidad. Es precisamente la frontera la que nos conecta con Brasil, con familias que viven a ambos lados del límite y que se visitan diariamente. Hijos de uruguayos que estudian en universidades brasileñas traen a nuestro país conocimientos y tecnologías valiosas para el desarrollo agropecuario. Basta recordar los avances en el “cerrado” brasileño o las mejoras genéticas que han permitido adaptar razas bovinas británicas a climas cálidos y de menor disponibilidad hídrica. La lista es extensa y no es el objetivo de esta columna detallarla.
Lo importante es entender que sin estas ciudades fronterizas, estos intercambios serían más lentos y costosos. Lejos de abrir la economía, estaríamos cerrándola. Pero dejar actuar a las fuerzas del “mercado” hasta la extinción de estas ciudades no parece ser una receta para el desarrollo del país.
No hay que confundir libertad económica con la necedad de destruir siglos de desarrollo regional, ni con desmantelar un tejido de capital social y humano que no se reemplaza fácilmente. A menos, claro, que el objetivo sea replicar lo ocurrido en Juan Lacaze a lo largo de todo el norte del país, convirtiendo la región en una gran estancia manejada desde Porto Alegre.