back to top
jueves, 13 de marzo de 2025
17.1 C
Salto

“La ciudad de cartón”, una novela de Juan Carlos Albarado

- espacio publicitario -
Liliana Castro Automóviles
Enlace para compartir: https://elpueblodigital.uy/oqn3

Desde la capital llegan noticias. El profesor salteño Juan Carlos Albarado Scarrone, docente de Literatura radicado en Montevideo desde hace varios años, acaba de publicar su novela “La ciudad de cartón”. Editada por Linardi y Risso, se trata de una reedición ampliada de una obra ya publicada en 2013 (en edición muy artesanal). “Historia del hombre que podía mover las orejas como un hipopótamo”, es el capítulo que el propio autor ha elegido para compartir hoy con los lectores de EL PUEBLO.

CONTRATAPA: “Con una literatura que plantea cierto alejamiento de lo que llamamos realidad, Albarado confirma aquello que propusiera Washington Benavides acerca del relato que da nombre a este libro: “esta breve e inquietante novela debe leerse. Nos ofrece un material complejo y atractivo. Nos sugiere que las cosas son dobles y muchas veces contrarias”.

SOLAPA: Juan Carlos Albarado nació en Salto, Uruguay, el 6 de setiembre de 1980. Reside en Montevideo desde el año 2006. Es profesor efectivo de Literatura en Educación Secundaria y Formación en Educación. Ha publicado cuentos en revistas de la capital e interior del país. Publicó los libros Complicidad lunar (cuentos), Ed. Rumbo (2008), La ciudad de cartón (relato), Literatosis-Caburé (2013) y La guerra de los animales (novela), Caburé (2015). Como crítico ha participado en publicaciones de Uruguay, Argentina y Brasil.

- espacio publicitario -
Marcha por la Vida - Viernes 28 de marzo, 19:15hs

Historia del hombre que podía mover las orejas como un hipopótamo

—Creo que, aunque nos conocemos poco, usted y yo estaremos de acuerdo que no existe una historia que no sea una historia de amor. Y usted dirá: ¿Amor a la ciencia, al hábito del calendario, a la milanesa napolitana para dos? No, mi amable zopenco, amor, amor, amor de tú y yo, amor del más cruel, del más difícil, del más estúpido y simple, ¿entendió? Justamente esa clase de amor que usted recuerda cuando le digo “estúpido”, “cruel” o “simple”.

No pude menos que forzar una sonrisa un poco triste, que a su vez le hiciera comprender que lo había entendido.

—Aclarado esto podremos continuar sin mayores sobresaltos, pedazo de un interlocutor. Como ya le dije, todas las tardes, a veces los mediodías si podía escaparme del laburo sin que nadie lo notara iba a sentarme frente a algún carrito de comidas del centro. No buscaba nada en especial, no miraba nada. Tampoco era un problema de aromas o colores, el frío de las chapas me daba exactamente igual y nunca había probado ninguna de las especialidades que allí se preparaban —dijo “ninguna” como una señora mayor que teje, entonación sin duda inenarrable—. Mis largas estadías frente a los carritos no necesitaban justificación. A veces me interesaba por algún cliente asiduo, intentaba recordar si iba o no todos los días a la misma hora, pero después de dos o tres registros mentales ya estaba atento a otra cosa y nunca lograba completar ningún patrón. Toda mi actividad era un canto alado y agudo a la pérdida de tiempo. Mi vida entera transcurría como deben transcurrir las cosas que solo son una pérdida de tiempo, hasta que un día la vi. Lo primero que noté fue la mugre debajo de sus uñas —una asquerosidad, dirá probablemente usted— para mí fue una emoción. Supuse cosas, inventé una historia, un pasado donde la limpieza debajo de las uñas no era una cuestión trascendente. Pobrecilla, me decía, y a su vez me iba ganando una simpatía inefable por sus hombros y sus breves pausas. Yo la miraba, no hacía más que verla absorta en su trabajo, preparando un choripán y destapando tintineantes botellitas de cerveza. Un día fijó por un instante sus ojos en mí. Quedé paralizado, como si me hubieran atado desnudo a un árbol rugoso y añejo, rozando una mejilla cada vez más colorada y ardiente. Creo que mis pupilas no se animaron a reaccionar. Cuando pude mover un dedo salí corriendo de felicidad.

Comencé a llevar todos los días mi felicidad a cuestas hasta el banco frente al carrito donde ella trabajaba con sus uñas y eso me cansaba un poco, así que la dejaba a veces en el banco para encontrármela intacta al otro día. Esa es la ventaja de las felicidades si no la compartimos, claro está. Uno las puede dejar tranquilamente donde quiera porque son invisibles, solo por eso nadie las toca. Y como mi felicidad de carrito me pesaba demasiado me acostumbré a dejarla ahí, esperando. El resto del día me la pasaba siendo yo, sabiendo que de un momento a otro me reencontraría con ella, como hacemos casi todos, supongo.

No fue en la segunda ni en la tercera ni siquiera cuarta mirada que todo cambió para mí, creo que fue en la séptima, acaso la octava, eso no importa —dirá usted— no obstante, sí importa, no a usted, alelado interlocutor, ni a mí, a alguien le debe importar. De todas formas, que a alguien le pueda importar, a mí qué me importa, ¿comprende? El asunto es que, en la séptima mirada, u octava, ella me sonrió. En realidad, no sé si me sonrió o yo creí que ella podía sonreírme si quisiera, o tal vez hubiera deseado hacerlo, aunque su trabajo se lo impedía. El asunto, lo realmente importante es que yo no pude despegarme del árbol; estaba atado, las manos rodeaban el tronco y se encontraban del otro lado inmóviles y frías, las piernas tenían varias vueltas de algo que las ajustaba, en realidad, no podía hacer nada, el árbol era enorme y crecía. Pero su mirada se demoró un poco más de lo común, comencé a hacer fuerza, como cuando uno hace fuerza digamos que para pensar. Al menos esa vez, no pensé, solo dejé que sucediera, y así fue que mis orejas aletearon espasmódicamente como hojitas sacudidas por el viento, y ella comprendió o pudo haber comprendido. Empecé a moverle las orejas como un hipopótamo por el mes lluvioso. Cuando llegaron los vientos cálidos ya podía moverlas sin hacer demasiado esfuerzo, lo que me permitía concentrarme en sus reacciones que eran casi imperceptibles, un ajuste del cuello de la camisa a rayas, un rascarse la nuca o mordisquearse las uñas con desgano. Esto último me confirmaba con más fuerza nuestra conexión. Yo movía las orejas con diferentes ritmos según mis estados de felicidad.

Un día simplemente no fue a trabajar, tampoco al otro. Yo no sabía cómo se llamaba, qué cosas la hacían estornudar ni cuánto medía. Solo sabía moverle las orejas como un hipopótamo manso que espera a la orilla de un carrito brillante. A pesar de todo, la felicidad no me abandonó. Quedé como sumergido en ella y así me fui recogiendo en mi asiento hasta que pude entrar del todo en él. Es cierto que me resultó un poco extraño salir justo aquí. Hubiera sido más conveniente salir en mi casa o en la casa de mi madre, pero creo que usted me estuvo buscando de alguna forma y al fin me encontró. Tal vez necesitaba oír mi historia y si no lo necesitaba tampoco me importa mucho. Ahí la tiene, haga con ella lo que le parezca.

Con un saltito poco entusiasta, se bajó, se fue por el lado del baño y desapareció para siempre de mi casa. Ese día podría haber comido pollo con arroz, aunque era un plato que no me hubiera hecho muy feliz.

Enlace para compartir: https://elpueblodigital.uy/oqn3
- espacio publicitario -