-Segunda Parte-
Compartíamos el lunes pasado la primera entrega de este relato (¿una “nouvelle” tal vez?) titulado “El aljibe y la hiedra”, de Víctor H. Silveira, al tiempo que comentábamos que se trata de una curiosidad en la producción literaria de este escritor salteño. Por un lado, porque es el rescate de un texto inédito, de 1988; por otro, porque lo que más se conoce de él son poemas, no narrativa. Aquí una segunda entrega:


EL ALJIBE Y LA HIEDRA – 2da. Parte
(…) Poco después, comenzaron las discusiones. Alicia cambió de carácter, me regañaba por motivos intrascendentes. Parecía agredirme incluso con sus silencios. Y hasta callada resultaba enervante. Me vigilaba. Fingía estar dormida y se levantaba a altas horas de la noche. Me seguía al patio, o se paraba en los escalones del fondo, como una sonámbula. Me mortificaba en extremo ver la expresión de su rostro, como si me compadeciera de algo. O como si yo estuviera enfermo, o algo parecido. Por lo demás nada de morbosotenía el hecho de que me levantara a ciertas horas nocturnas. Simplemente quería comprobar si de noche también tendrían lugar aquellas manifestaciones. ¿Tal vez con formas nuevas e impensadas? La noche tiene ese toque mágico que todo lo transforma, agregando misterio a lo ya de por sí misterioso y mágico. Me parecía comprender el desconcierto de Alicia, puesto que ella no era capaz de ver lo que yo veía: me miraba con ojos de lástima, cuando la que merecía lástima era ella…

Una agradable noche del veranillo de San Juan, no resistí la tentación: abandoné en puntas de pies el dormitorio y me dirigí al patio. Había una luna llena que esplendía, poniendo una pátina de luz sobre el césped, el sauce y el brocal del aljibe. Yo, que jamás me sentí un poeta, estaba abriendo los ojos a un paisaje que solo los bardos podrían calibrar en su magnitud… Ahora, cuando miro hacia atrás algo obligado, realmente todo parece una locura, no lo niego. Pero una locura transfigurada y hermosa, si se exceptuaba, claro está, el incómodo resquicio de miedo -a veces terror- que me avasallaba por aquel tiempo, prendido como garfio. Así y todo, creo que aquella noche de luna llena, toqué el cielo con las manos. Mejor dicho, casi. Fue así: descalzo atravesé el patio, vestido solamente con el pantalón del pijama. El césped recién cortado, húmedo con el rocío de la medianoche, daba al aire un grato olor que se mezclaba con el aroma dulzón de las últimas rosas fucsia de Alicia. Llegué junto al brocal. Todo estaba en orden, todo en su sitio: la hiedra, la cadena, el balde -aún con su grafiti palíndromo– colgaba en uno de los arabescos de hierro negro. Me sentí decepcionado. Yo esperaba ver lo otro. Agucé los sentidos, esforcé la vista. Acuclillado, reduje al mínimo la respiración, atento al menor sonido. Nada.
Sí, algo. Cierto aroma, un olor distinto. Como una mezcla de algas y menta, más otra cosa desconocida, que provenía del fondo del pozo, o bien de su agua depurada y cristalina… Indudablemente que aquello, lo que fuera, tenía su propio aroma. Tal vez su propia exudación. Sin hacer ruido, comencé a destapiar el brocal. No sabía que en ese mismo instante Alicia se estaba levantando al notar mi ausencia.
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“¡Basta. Basta. Basta!”. Este término se oía dondequiera en nuestra casa, allá por fines de setiembre. “Basta”, decía Alicia. “Basta”, decían los niños, agregando algún portazo (con lo corto de su edad), y “Basta” decía la madre de Alicia, que desgraciadamente había venido a vivir con nosotros: Alicia no pudo haber elegido peor momento para invitarla a pasar “unos pocos días”. “Basta”, decía yo también, cuando empecé a sentirme víctima inocente de una vigilancia alternada: cuando no era Alicia, era mi suegra, quienes con mirada de águila estaban pendientes de todos mis gestos. Aunque supe ingeniármelas para fingir un total desinterés. Con la indiferencia literalmente “las maté”, usando una metáfora poco feliz, pero solo aludo en este punto al trillado refrán. Aunque, en algún que otro momento, lo confieso, sentí realmente ganas de matarlas. Sobre todo, cuando a mis espaldas, empezaron a cuchichear sobre psiquiatras, psicólogos y neurólogos. Para mí, era obvio. A sabiendas estimulaban mi indiferencia afectiva hacia ellas, sugiriendo que yo necesitaba médicos, cuando ambas, a ojos vista, demostraban un comportamiento paranoico-esquizoide. Además, fingían que no me vigilaban. Entonces, yo fingía que no me sentía vigilado. Pero, el temor mío era si ellas fingirían también ignorar que yo fingía. Porque lógicamente podían saberlo. O no saberlo. Entonces me desorientaba: parecía un juego de espionaje y contraespionaje, pero patético, cruel y desgastante. Me enfermaba todo aquello. Y lo que era peor, yo veía que los lazos familiares día a día se iban desintegrando, como las flores del jardín de Alicia, barridas por el viento. Y digo todo esto, con la esperanza de que puedan entenderme, porque en estas situaciones, tarde o temprano, surge el odio, como efectivamente ocurrió. Yo había perdido mi libertad. Ya no podía siquiera mirar hacia aquel maldito pozo. No es que me lo hubiesen prohibido, pero las sabía atentas, aguardando a que dirigiera hacia allá mi mirada y después ir corriendo a contarle a aquel absurdo doctor, quien ya había venido a hacerme sus amables pero capciosas preguntas. Luego aparecían con más pastillas, píldoras y cápsulas de todos los calibres y colores. Estaban logrando separarme de lo más trascendente que me había ocurrido en mi existencia tan chata y gris, que yo había padecido por treinta o más años en una oficina kafkiana. Empecé a sentirme un perdedor. El miedo más grande era que me hicieran recluir: como bien me había alertado “aquello”, cierta noche. En este punto sin retorno intenté rezar. Pero ya no recordaba las viejas oraciones. Entonces, inventaba otras, con nuevas palabras, mirando siempre hacia el aljibe y la hiedra (…).