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viernes, mayo 9, 2025
Columnas De Opinión
Ignacio Supparo
Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

ELECCIONES DEPARTAMENTALES: El ritual de elegir al menos malo

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“El problema con el poder no es quién lo ejerce, sino que exista.

Friedrich Hayek

Se acercan las elecciones departamentales en Uruguay, y una vez más los carteles saturan las calles, los jingles suenan en las radios y los candidatos recorren ferias y plazas prometiendo un paraíso municipal. Ese que nunca llega. Para muchos, esto es una “fiesta de la democracia”; para otros, una rutina vacia sin sentido.

Pero lo que está en juego no es una celebración democrática, sino un mecanismo viciado que tiende a premiar a los peores: a los ignorantes, a los incompetentes, a los corruptos.

¿Por qué ocurre esto? Porque la lógica de la política es radicalmente opuesta a la del mercado. En el mercado, el consumidor elige libremente, paga por lo que recibe, exige calidad y asume las consecuencias de su decisión. En la política, en cambio, el votante es un consumidor sin incentivos reales. Su voto es insignificante en el resultado final, por lo que no tiene razones para informarse ni para actuar con responsabilidad. No exige calidad ni mide consecuencias. Simplemente, no vale la pena.

Este fenómeno, descrito por Buchanan y Tullock, se llama ignorancia racional del votante. ¿Para qué dedicar nuestro valioso tiempo en estudiar los presupuestos municipales, las obras, los programas de gobierno, los antecedentes de los candidatos, si igual todo se diluye entre miles y miles de votos?

Mi voto no vale nada. Y es justamente esa insignificancia la que alimenta el desinterés, justifica la ignorancia y anestesia nuestra responsabilidad.

El resultado es una trampa perversa: gana quien dice lo que la mayoría quiere oír, no quien dice la verdad. Se premia la demagogia, no la responsabilidad. Se elige al simpático, al que regala canastas, al que consigue una pasantía, al que obsequia terrenos públicos, al que promete lo imposible. La competencia no es de ideas, sino de favores.

En eso se ha degradado nuestra tan idealizada democracia: en una fábrica de empleos ficticios, contratos innecesarios y favores cruzados. Un sistema clientelar donde el corrupto prospera y el virtuoso es marginado.

Peor aún, la política local intensifica esta lógica mediante una práctica aún más tóxica: el votante cautivo. En muchos municipios, cientos de personas dependen directa o indirectamente de que tal o cual candidato gane. Sus sueldos, contratos, pasantías o beneficios están atados al color político. Es una forma de coacción blanda: se vota por necesidad, por miedo, por conveniencia. El que depende del político vota como súbdito, no como ciudadano.

Las intendencias manejan presupuestos millonarios, otorgan decenas de contratos a discreción, deciden sobre el destino de recursos públicos y, en algunos casos, hasta financian medios, clubes o eventos. Son pequeños reinos dentro del Estado, con reglas propias y escaso control. El resultado esta a la vista: intendencias convertidas en agencias de empleo partidario, obras innecesarias, promesas sin financiamiento, contrataciones arbitrarias, y una absoluta falta de rendición de cuentas. El único que rinde cuentas en una democracia es el castigado contribuyente. 

En ese modelo, el control ciudadano es ilusorio, lo único real es el ciudadano controlado. Se vota cada cinco años y, mientras tanto, el político hace lo que quiere con nuestros recursos. Y no existe ninguna posibilidad real de que el ciudadano pueda revocar el mandato. Los políticos no son ángeles, sino personas que, como cualquiera, buscan su propio beneficio. En la política, a diferencia del mercado, no hay pérdidas personales. No hay sanción por ineficiencia. Si el producto termina siendo malo, nadie puede dejar de pagar. El intendente o el alcalde pueden fracasar estrepitosamente, pero si supo repartir beneficios o manejar bien su aparato clientelar, igual gana la reelección.

A esto se suma otro problema central: el cortoplacismo electoral. Los candidatos solo piensan en ganar o mantener el poder, no en gobernar bien. Por eso gastan en lo visible —plazas, carteles, luces LED— y no en lo esencial: planificación urbana, eficiencia del gasto, mejora de servicios. Se pavimenta presente para ganar votos, a costa de hipotecar el futuro. El largo plazo no vota.

Y como todo es discurso, no hay forma real de medir ni comparar. Las propuestas carecen de costos, consecuencias o pruebas objetivas. Todo se resume en promesas. ¿Quién puede castigar a un intendente por despilfarrar recursos si la mayoría está desinformada o condicionada por propaganda?

Muchas intendencias uruguayas funcionan feudos. En departamentos con hegemonía partidaria, la alternancia es casi imposible. Los mismos grupos retienen el poder desde hace décadas, reparten contratos, controlan el relato y asfixian a la oposición. La democracia se reduce a un decorado institucional que esconde una maquinaria clientelar. Tocqueville lo advirtió: una democracia sin límites puede degenerar en la peor forma de despotismo, porque se ejerce con el consentimiento pasivo de los gobernados.

En más de una intendencia, los apellidos se repiten elección tras elección, se multiplican las pasantías previo a los comicios y las obras se inauguran a toda prisa, aunque no duren ni una lluvia. Es una maquinaria bien aceitada con recursos ajenos.

La conclusión es clara: no es que el pueblo se equivoque al votar, sino de que el sistema está diseñado para premiar al peor. No gana el más preparado ni el más honesto ni el que dice la verdad, sino el más hábil para manipular la maquinaria electoral. Por eso la solución no es pedir mejores políticos  —eso sería ingenuo — sino limitar el poder que se les da. Cuanto más poder concentre una intendencia, más atractiva será para quienes buscan servirse de ella.

Uruguay necesita menos política, no más. Menos gasto, menos aparato, menos promesas. Más control ciudadano, más libertad para decidir, más responsabilidad individual. Mientras sigamos creyendo que votar cada cinco años legitima todo lo demás, seguiremos alimentando un sistema diseñado para que los peores lleguen al poder. Y lo hacen. Lo vemos. Lo pagamos.

Este domingo los uruguayos concurrirán nuevamente a las urnas para elegir Intendentes, ediles y alcaldes. Pero más allá de los nombres, los colores o las promesas, lo que está en juego es mucho más profundo: es la validación de un sistema que, año tras año, reproduce los mismos vicios. Si premiamos al que reparte en vez del que gestiona, si ignoramos las cuentas públicas y aplaudimos al que promete más sin decir cómo, no estamos eligiendo representantes: estamos eligiendo verdugos de nuestras libertades.

Votar es un acto serio, pero mágico. Si el sistema tiene incentivos perversos, si premia la ignorancia y castiga la virtud, entonces no basta con votar bien: hay que cambiar las reglas del juego

Porque mientras el poder siga concentrado, los recursos sean abundantes y el control ciudadano sea débil, la política seguirá siendo…EL ARTE DE ELEGIR A LOS PEORES.

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