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martes, 25 de febrero de 2025
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“El aljibe y la hiedra”, un relato de Víctor Silveira

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Es curioso porque de Victor Silveira conocemos -y ha publicado- poemas, y algo para teatro, no narrativa. Sin embargo, el propio autor rescató un relato de enero de 1988 y amablemente lo ha puesto a disposición de los lectores de EL PUEBLO. Por su extensión, hoy solo compartimos una primera parte:

EL ALJIBE Y LA HIEDRA

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(1a. parte)

Es curioso lo que sucede cuando intento ensamblar los datos de esta historia, buscar las palabras adecuadas, ir armando una especie de puzzle con todo lo sucedido. Porque es como si mirase a través de cristales deformantes, que me hacen ver en los recuerdos redivivos una abstrusa aporía. Además, los recuerdos parecieran ser tan selectivos y caprichosos como el olvido, esa cara en sombras de los laberintos o repliegues de nuestra memoria… “Pero si es algo de no creer”, hubiese dicho nuestra vecina Ulalume (¿qué fue de ella -me he preguntado- vivirá aún?). Ella continuamente nos espiaba con malsana curiosidad. Algo frecuente, y odiosamente común a todo vecindario -de ayer, de hoy y de siempre- porque nada nuevo hay bajo el sol, según se cree. Pero ni siquiera debí mencionar a Ulalume, no es de ella que debía hablar. Es de lo otro. De aquello que fue, sí, algo nuevo bajo el sol de los años setenta. Al menos, para mí. Recuerdo era el domingo 21 de mayo de 1978. Faltaba poco tiempo para mudarnos de nuestra casa, ubicada en una zona casi suburbana. Alicia, mi señora, había llevado a los niños al parque de juegos infantiles, a unas doce cuadras de allí. Exactamente a las tres de la tarde, yo iba atravesando el patio de aquella casona antigua en la que vivíamos desde hacía mucho tiempo. Dirigía mis pasos hacia el fondo, e iba pensando en las tejas que aún podrían rescatarse de entre las piedras y maderas amontonadas junto a un añoso sauce llorón. Antes de llegar ahí, fijé mi atención sobre el brocal del aljibe que estaba ubicado en medio del amplio patio. Era relativamente hondo, de entre quince a veinte metros de profundidad, y muy bien apuntalado en piedra basáltica negra, de apariencia lustrosa, casi metálica. El agua provenía de una vertiente muy honda, era pura y transparente, sumamente fresca en verano, y de notorio sabor salino. En más de algún caluroso verano, nos había salvado de aquellos cortes de agua, tan frecuentes por aquellos años. Al acercarme, presté atención a los adornos de hierro labrado que coronaban el brocal. Algo colgaba entre los mismos. Me acerqué. No, no colgaba: era como si formara parte de los caprichosos arabescos de hierro forjado y se mimetizara con los mismos. Además, aquello -lo que fuera- parecía estar latiendo.

Me detuve con la vista clavada allí. Seguía moviéndose a un ritmo acompasado en su silente latido, como un atípico y amorfo corazón, si es que a algo podré compararlo.

Por instantes se esfumaba, para volver a aparecer a los pocos segundos. No podría decir si sentí temor, estupor, o asombro. Tal vez una mezcla de todo eso, porque luego de dudar respecto a qué debía hacer, opté por volver sobre mis pasos y regresar a la casa. No entré, me senté en la escalinata, junto a la puerta trasera. Un remolino de hojas secas cruzó frente a mí, y vi que una rosa se deshojó súbitamente, dispersando sus pétalos entre la hojarasca otoñal. Miré más allá del rosal: de nuevo al brocal. Y seguía aquello. No, no era mi imaginación, ni un espejismo. Los pájaros, que siempre se posaban sobre el balde a mojar sus picos, habían huido lejos, intuyendo un ignoto, ominoso peligro. Oí ruido de pasos, y voces en la cocina. Eran Alicia y los chicos que regresaban del parque. Ya estaba atardeciendo. Al otro día, mientras desayunábamos, estuve a punto de relatarle a Alicia lo ocurrido. Iba a iniciar el diálogo, preguntándole si había visto algo junto al brocal del pozo. “Algo extraño”, me dije mentalmente antes de hablar. Pero ese adjetivo, tenía una carga expresiva que no me pareció oportuna. “Algo.” Sí, con solo decir eso bastaría. Aunque era poco explícito. Porque “algo” podía ser cualquier cosa: denotativamente no tenía una realidad concreta. Connotativamente podía ser, pongamos por caso, desde un puntito negro -un arabesco del hierro- tanto como la espiral de aquello innominado, manifestándose y expandiéndose. No sé. Podía haber dicho lisa y llanamente “algo latiendo” y punto. Opté por permanecer en silencio, bebiendo un café que se estaba enfriando.

************

Los niños, por aquel entonces, estaban insoportables. Parecían intuir qué era lo que me molestaba para ir corriendo a hacerlo. (¿No dijo Freud que los niños eran “perversos polimorfos”?). Por otro lado, yo tenía un sano, paternal temor, de que les sucediera algo, no sé exactamente qué. Un temor comprensible, dado que yo los adoraba. Además no quería que ellos vieran -de ninguna manera- lo que yo había visto. Por eso les advertí que jugaran lejos del pozo, porque podría resultar peligroso acercarse al mismo. Demás está decir que pese a ser su agua muy saludable, estaba en desuso, y no había razón alguna para acercarse allí. Alicia había plantado, al costado del brocal, una variedad de hiedra de un color glauco, que rápidamente se fue extendiendo por la estructura circular, y ya estaba llegando al arco labrado en hierro forjado. Incluso una ramita de la hiedra ya se trenzaba audazmente en la cadena que sostenía el herrumbrado balde. Sobre éste, un amigo, (cierta vez, inventando charadas y juegos de palabras) había escrito con un clavo: “Lia Fáil”, -es un palíndromo-, y recuerdo vagamente que aludía al destino. No memoricé el significado exacto. Solo sé que se leía de igual modo del derecho como del revés, cual todo palíndromo.

Cierto día de junio, sorprendí a Gerardito, mi hijo menor, tirando piedras al fondo del pozo. Ploc, ploc… oí desde mi habitación. Bajé velozmente hacia el patio. Lo traje de un brazo, reprendiéndolo severamente. Fue entonces que decidí tapiar firmemente la boca del pozo. Gerardito lloraba, y le expliqué el peligro que entrañaban ciertos juegos. Probablemente, lo reconozco, le estaba hablando en un tono de voz algo elevado, pues vi que Alicia asomaba por la puerta trasera. Nos observaba, atenta y extrañada. Me preguntó algo. Pero no alcancé a responderle: en ese instante, por sobre el balde herrumbrado, estaba apareciendo de nuevo la forma. Me estremecí. Pero no sentí miedo ni horror: era otro sentimiento, nunca experimentado antes en la vida. Entonces, ocurrieron dos cosas. Alicia comenzó a acercarse al ver que Gerardito no cesaba de llorar. Y aquello que estaba sobre el brocal, comenzó a deslizarse hacia abajo, por dentro del aljibe. Bajaba como si fuera una serpiente de metal fundido, que de pronto se hubiera puesto al rojo blanco. Parecía estar huyendo, no de mí, sino del contexto humano. Alicia detuvo sus pasos, observándome en silencio. Yo estaba como hipnotizado, frente a lo que he descrito. Aunque, pensándolo bien, era indescriptible, alejado de toda palabra que le hiciera justicia (…).

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