POR: JORGE PIGNATARO
Mañana, 31 de enero, cumpliría sus 88 años Myriam Albisu. Salteña a la que nada le fue ajeno dentro del arte: la danza, la música, la literatura, la plástica… El mes próximo se cumplirá un año de su fallecimiento. En lo literario, lo que más escribió (y publicó) fueron poemas. Por eso hoy queremos homenajearla mostrando algo diferente, un par de pinceladas de su faceta de narradora, con estos dos cuentos:
EL MENSAJE

Ese día, Agustina despertó muy temprano, sintió un fuerte olor a «vela» y miró a su alrededor; había muchísimas encendidas, de todos los tamaños y colores, sentía que se ahogaba, no obstante, se dispuso a dormir nuevamente, convencida de que estaba soñando. Cerró los ojos un rato, y los volvió a abrir muy lentamente -parecía que todo había desaparecido-con alivio se levantó, fue al baño, abrió la canilla del agua caliente y demoró en desvestirse para que se llenara de vapor todo el lugar. Se bañó sin disfrutar el golpear del agua en el cuerpo, del placer del jabón y de la cabeza bajo la lluvia. Salió; el espejo estaba como siempre muy empañado, lo repasó con una toallita de papel y ante su sorpresa un pequeño arco como dibujado con el dedo no se borraba, por el contrario se volvía más nítido; le restó importancia y se fue a clase.
A la hora de almorzar no tuvo tiempo para volver a su casa, entró en una cafetería y se ubicó en una mesa junto a uno de los ventanales; los vidrios empañados no permitían ver claramente hacia afuera; de pronto comenzó a dibujarse un arco, casi una semicircunferencia, en el vidrio de su lado, muy similar a la del espejo, pero más grande y de color más oscuro. Agustina se levantó automáticamente y corrió hacia la calle para ver si veía a quién había hecho el dibujo; no sirvió de nada.
Asistió a las clases de la tarde en forma normal. Cuando el profesor exponía sobre el destino y el hombre, Agustina tuvo que cerrar los ojos fuertemente pues otra vez las velas encendidas y el olor a cera.
Llegó la hora de la salida; tenía temor de regresar a su casa. Junto a Margarita, una compañera de grupo, decidieron mirar algunas vidrieras; en el ángulo inferior, empañado el vidrio, aparecía una circunferencia casi completa más rojiza que las anteriores. Se sintió nerviosa, su amiga lo notó y le ofreció generosamente el quedarse en su casa esa noche.
Llegaron a lo de Margarita. El padre de la chica se acercó a saludarla afectuosamente. La muchacha retrocedió espantada, en el salón estaban todos los cirios encendidos, y el hombre fue de pronto un blanco y luminoso esqueleto. Con una sonrisa irónica y dulce trazó en el aire un círculo completo, al soplar la trémula luz de la vela más pequeña.
LA CASA DE ENFRENTE
Clara había escuchado a su padre contar una historia, referida a lo que ocurría en las noches de luna llena en la casa de enfrente: una mujer, aparecía en la escalinata del fondo con un ropaje blanco, y se paseaba como una evocación de otro tiempo, por aquellos jardines, ahora descuidados, que se volvían nuevos para celebrar su presencia.
A la joven le atraía la posibilidad de poder comprobar esta historia y el poder ver de cerca a aquella mujer. Su habitación situada en la parte de arriba de la casa, era un buen mirador; tendría que esperar la próxima luna llena y cruzaría para intentar entrar, aunque todo estaba herméticamente cerrado con candado y cadenas.
Faltaba poco para la luna llena. Clara entusiasmada, había tomado de la caja de herramientas de su padre una linterna. Llegó el día. Cerca de la medianoche comenzó a bajar la escalera, abrió y cerró la puerta sigilosamente, y linterna en mano, llena de miedo, cruzó y se apostó frente a las rejas de la casa de enfrente, a su candado, y a sus cadenas entrecruzadas. La luz de la calle era escasa; intentó prender la linterna sin éxito… -¿y ahora?- se dijo apretándola contra su pecho; la linterna se encendió con una fuerte luz al mismo tiempo que las rejas le franqueaban el paso; a medida que caminaba se iban abriendo las puertas y notó que ella misma iba iluminando tenuemente el camino; llegó a los ventanales que daban al jardín que también se abrieron como recién aceitados; dio su primer paso y sintió que la envolvía la luna llena. Miró su sombra proyectada hacia un lado y giró; no se reconoció, su figura se había transformado, era bastante más alta y estilizada, sus ropas desaparecieron y se sintió cubierta por un leve y blanco ropaje. La escalera le ofrecía sus escalones para llegar al jardín; a medida que caminaba descalza, el césped se volvía fresco y mullido, los canteros se llenaban de plantas en flor, los árboles abanicaban sus hojas nuevas, y el agua de la fuente se volvía limpia y cristalina. Clara se quitó su leve ropaje y se sumergió en el agua pura y permaneció allí mientras la luna dibuja arabescos en la superficie; se cubrió y sin darse cuenta subió la escalinata perfumada de jazmines. Al mirar hacia atrás vio cómo todo aquel mágico lugar se desdibujaba poco a poco. Volvió a su casa y se acostó.