— Montesquieu
Donde quiera que se destruya la libertad, siempre será en nombre del bien.

El gobierno está preparando una nueva ley que obligaría a las empresas a avisar al Estado antes de despedir trabajadores o cerrar una planta. La idea —al menos en los papeles— es crear una especie de “alerta temprana” para que el gobierno pueda intervenir, mediar, buscar inversores o evitar cierres abruptos. Es decir: más control, más trámites y más supervisión estatal sobre decisiones privadas.
Esa es la propuesta. Y ahora viene la realidad.
No hay política que suene más amable que aquella que promete “cuidar al trabajador”. Ese es el envoltorio perfecto. Pero detrás de ese envoltorio se esconde la misma receta de siempre: más intervencionismo, más burocracia, más miedo para invertir… y, paradójicamente, menos empleo.
Cuando el Estado decide que necesita “avisos”, “permisos” o “autorizaciones” para que una empresa pueda tomar decisiones internas, no está protegiendo a nadie. Está enviando un mensaje clarísimo a los que producen, arriesgan, emprenden y generan empleo:
“Cada paso que des, estaremos mirándote. Y condicionándote.”
Ese mensaje, en el mundo real, tiene consecuencias inmediatas.
Primero, desalienta la inversión.
Una empresa —grande o pequeña— necesita previsibilidad. Necesita saber que, si las cosas salen mal, puede reestructurar, achicarse o incluso cerrar sin convertirse en un espectáculo político. Cuando eso ya no es posible, cuando el Estado se reserva el derecho de revisar, supervisar o intervenir, las empresas hacen lo que cualquier persona racional haría: no crecen, no contratan, no arriesgan.
Segundo, frena la creación de empleo formal.
Si despedir se convierte en un camino lento, complicado y políticamente costoso, entonces contratar deja de ser una buena idea. Cada trabajador nuevo pasa a ser un compromiso que puede volverse inmanejable. ¿El resultado? Menos nuevas contrataciones. Más cautela. Más temor a expandirse.
Tercero, espanta a quienes generan riqueza.
En un país donde ya cerraron más de 14.000 empresas en el año 2025, apostar por más rigidez laboral es apagar el fuego con gasolina. El emprendedor y el inversor no huyen por capricho: huyen por los altos costos, por el socialismo interventor y porque saben que cada traba nueva es un riesgo nuevo, un obstáculo más, una señal clara de que el país está retrocediendo.
Cuarto, perjudica directamente al trabajador que dice proteger.
Cuando invertir se vuelve riesgoso, cuando crecer se vuelve complicado y cuando la libertad empresarial se achica, lo primero que desaparece es el empleo. Lo segundo es el salario real. Y lo tercero, el futuro.
Esa es la contradicción eterna del intervencionismo: dice defender al trabajador, pero destruye las condiciones que permiten que exista trabajo.
Lo que esta ley intenta imponer es una versión suavizada de una vieja idea socialista: que el Estado puede gestionar mejor que la empresa. Que puede anticipar decisiones, controlar procesos, corregir “excesos” del mercado.
La historia demuestra lo contrario: cada vez que el Estado se mete donde no debe, el país pierde dinamismo, creatividad, inversión y empleo.
El problema no es que las empresas tomen decisiones difíciles. El problema es que no se las deja trabajar libremente. Que cada día aparece una traba nueva.
Que cada medida “protectora” es, en realidad, una barrera más contra el crecimiento.
Es hora de decirlo claramente: Uruguay no necesita más controles previos, necesita más libertad económica. Necesita un Estado que deje de funcionar como supervisión permanente y empiece a funcionar como un facilitador del desarrollo.
Necesita reglas simples, instituciones serias y un clima donde emprender no sea un acto heroico sino algo normal.
El empleo no lo crea un decreto, y menos un aviso previo. La riqueza no la crea una ley ni un burócrata. La prosperidad no se crea desde un Ministerio ni desde una oficina del Estado.
Todo eso lo crea la libertad para producir, invertir, arriesgar y crecer. Y cada intervención socialista innecesaria destruye un poco más esa libertad.
Es fundamental que la ciudadanía entienda lo que está realmente en juego. No es un simple “aviso antes de despedir”, es convertir una decisión personal y privada en un show mediático y político. Se trata de la política metida en el seno de la empresa, y eso jamás termina bien para nadie, ni para el emprendedor ni para el trabajador.
Lo que se pretende hacer es descabellado en los tiempos que corren. Es aplicar socialismo del Siglo XIX y un paso más hacia un modelo que empobrece, desalienta y paraliza.
Uruguay merece un futuro construido sobre marcos institucionales sólidos, reglas claras, certeza y seguridad. No un país atrapado en una ideología trasnochada, envejecida y fracasada, que donde se implementó solo dejó miseria, pobreza y desolación.
Y ese futuro mejor —no hay que tener miedo de decirlo— solo puede ser un futuro liberal.
¿Por qué?
Porque la filosofía liberal es la única que entiende algo elemental:
la riqueza no se decreta, se crea; la prosperidad no se impone, se construye; el empleo no nace de un papel, nace de la inversión, de la confianza y de la libertad económica. Eso es progreso real. Eso es desarrollo auténtico.
La solución nunca será —nunca fue y jamás será— más controles, más intervenciones, más avisos, más Estado metiendo la mano donde no debe. Ese camino solo concentra poder en el poder, mientras se olvida del único que realmente importa: el trabajador, el que necesita oportunidades, el que sueña con un empleo digno, el que carga con las consecuencias de los experimentos ideológicos.
Las políticas intervencionistas jamás protegieron al pobre: lo utilizaron.
Jamás crearon riqueza: la destruyeron.
Jamás generaron empleo: lo ahuyentaron.
No te dejes engañar.
El futuro de Uruguay no está en mirar hacia modelos fracasados, sino en abrazar la libertad, la responsabilidad, la inversión y el respeto por quienes producen.
Ese es el camino de los países que avanzan.
Ese es el camino que Uruguay merece.





