Del salteño José María Delgado suele hablarse más en Montevideo que en Salto. Pero se habla más del nombre que del hombre. Es el nombre del Presidente más joven que tuvo el Club Nacional de Fútbol y es el nombre de una tribuna del Gran Parque Central. Los salteños, aunque sea solo por el nombre de una calle, solemos acordarnos más de su padre, Julio Delgado, que de él. Pero José María Delgado merece que lo recordemos como un escritor de alto nivel, algo mucho más valioso que un nombre o un busto ubicado en la Sala Escriores Salteños de Casa Quiroga.

Es por eso que hoy esta página de EL PUEBLO va en busca de su rescate, una vez más con el afán de luchar por la revalorización y contra el olvido. Solo diremos que nació en Salto el 10 de julio de 1884, que fue médico y que falleció en Montevideo el 5 de mayo de 1956. Ahora es tiempo de darle la palabra, y darle vida a través de sus propios versos:
LOS VIEJOS DEL ASILO
Cuando, en invierno, desde lejos, el sol, divino pescador,
les extiende sus aparejos,
con el bastón, con la bufanda,
con la pipa, su fiel amor,
van enfilándose los viejos
en la baranda, o en la pared del corredor.
Allí se encuentra aquel abuelo
cuya chochez en el hogar
hastiaba al mismo
pequeñuelo.
Y aquel otro sin pan ni lar
que una noche tumbó su duelo sobre un umbral de la ciudad y, casi témpano de hielo, lo recogió la caridad.
Mas hoy nada los diferencia.
Todos tienen igual temblor.
Son ciudadanos de un país
que no existe en la geografía,
patria infinitamente fría
donde todo cuanto se advierte
en tal forma está sosegado
que parece como bloqueado
por los glaciares de la muerte.
Ya no conocen otro amor
que el de sentir sobre sus hombros
tu red, divino pescador.
Tú lo sabes mejor que nadie…
Tres o cuatro en la fila anciana
cuando a volver tiendas la red ya no podrán formar mañana.
Haz a esos mayor merced.
Finge un nieto de risas francas
que montado en sus muslos juega
con su bosque de barbas blancas
y su mirada casi ciega.
INFORTUNIO
(Despedida de Salto)
Soy la de los pies de ágata
y las faldas litoraleñas.
El almo río a mis plantas
se pone a jugar con peñas
por brindarme los salados
de espumas que mejor fragua
y los cristales más músicos
de su corazón de agua.
Soy la de los labios frescos
y la del seno abrasado,
pues como enamoro al río,
tengo al sol enamorado.
Novia del sol y del río,
no pueden todos los mares
desvanecer el embrujo
que emana de mis azahares.
LOS HIJOS
Hasta alcanzar la carretera
me vino haciendo compañía.
Allí por fin le dije al hombre
que su hija se le moría.
quedó sin sangre y sin palabra, diluyéndosele los trazos y como lentamente rotos fueron cayéndole los brazos.
¡Su hija!…En el alba incierta,
por albardones y rastrojos,
la fue siguiendo hasta más lejos.
Y en el punto en que la perdiera,
sobre el confín del infinito,
se le obstinaron las pupilas
como si fueran de granito.
Se veía que estaba helándolo
hasta los tuétanos el frío
de lo que debe para siempre
quedar latiendo en el vacío.
¡Y ni una mueca, ni un gemir!
todo en un grado tal de calma
que no podría en cuerpo vivo
permanecer más muerta un alma.
Bien comprendí que no existía
verbo ni fuerza soberana,
ni aliento que consiguiese
mover aquella piedra humana.
Y no ocurrióseme otra cosa
más que palparle el hombro inmóvil, hecho lo cual trepé de un salto al asiento de mi automóvil.
Quebró la máquina el silencio
y comenzó su carrera
entre un escándalo de perros, a tragarse la carretera.
Tras el cristal seguí mirándolo,
me lo borró la lejanía
y el pobre hombre continuaba
petrificado todavía.
Y de tal suerte en las entrañas
me quedaron sus ojos fijos
que rodando he pasado el día
alrededor de mis dos hijos