El 18 de julio de 1830 no fue tan solo una fecha en el calendario; es la piedra fundacional del Uruguay como Estado, desde aquellos primeros pasos, nuestra Carta Magna ha conocido vaivenes, reformas y adaptaciones.
Detrás de ello, subyace el desafío histórico: ¿cómo lograr que los gobiernos departamentales sean verdaderamente funcionales, más allá de la mera escenografía institucional?
En este contexto, no está de más echar un vistazo a los recientes meneos políticos en Salto. Con la llegada de Carlos Albisu al sillón de la intendencia, el gobierno departamental se encuentra navegando el intrincado laberinto de una coalición política tan diversa como un asado con mil salsas distintas. El intendente cuenta con 18 de los 31 ediles bajo su órbita, aunque, ojo, en ese grupo hay de todo: un poco de malaquinismo colorado, un toque de Partido Nacional, y hasta alguna pizca de Cabildo Abierto. La famosa «coalición» parece una receta audaz, pero también puede resultar en un plato difícil de cocinar.
Por un lado, este menjunje político promete una tonelada de visiones distintas que, en teoría, podrían enriquecer el debate en la Junta Departamental. Por el otro, la gestión de tantos egos e intereses cruzados es como tratar de alinear a un grupo de gatos.
La Junta Departamental tiene en sus manos potestades que, bien ejecutadas, podrían ser el motor del desarrollo local. Desde la aprobación de presupuestos hasta el control del ejecutivo, el trabajo de los ediles puede trascender.
Desde nuestra posición como profesionales del Derecho, queremos contribuir a este debate, los gobiernos locales no son, ni deben ser, simplemente una extensión decorativa del poder central; son engranajes claves para la calidad de vida de los ciudadanos.
Al fin y al cabo, gobernar un departamento no es ponerse a construir castillos en el aire ni dedicarse a volar puentes con palabras vacías. Es, más bien, domar un río en su cauce: dejarlo fluir, pero con la firmeza de quien sabe que si se distrae, termina con todo hecho un pantano. Porque ahí está la paradoja: la verdadera fuerza de un pueblo no está en el puro desborde ni en la sequía impuesta. Y quizá ese sea el mayor delito o la gran virtud de un gobierno: aprender a ser cauce sin estrangular, y agua que corre sin arrasar. Lo que no falta son los que confunden “gobernar” con abrir todas las compuertas… o cerrarlas con candado.