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Hoy: dos relatos de Fernando Silva

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Fernando Silva, el autor de estos relatos, nació en Salto, estudió en el Colegio Sagrada Familia y en el IPOLL. Concursó y obtuvo su puesto en el BROU donde realizó su carrera de la que se jubiló hace unos años. Hijo de Profesores y perteneciente a una familia de referentes culturales salteños, tuvo trato frecuente con Enrique Amorim, Leandro y Adolfo Silva Delgado, Esther Haedo de Amorim y naturalmente, con su madre Berta Silva Delgado de Silva, quien reunía en su casa del Balneario Las Flores a prestigiosos artistas e intelectuales como el pintor Carmelo de Arzadun, el musicólogo Casto Canel y su esposa Queta Espínola, hermana del gran Paco quien supo concurrir a alguna tertulia, José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Jesualdo Sosa entre otros, lo que le permitió desde su infancia beber en las fuentes de estos creadores.

(Estos datos así como los cuentos que hoy EL PUEBLO ofrece a sus lectores, han sido tomados de la revista cultural Ámsterdam Sur).

SIN DESTINO

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En la rueda del fogón los paisanos contaban historias de cosas raras que alguna vez a alguien le había sucedido.

Así fue que Melchor, uno de los de más edad contó la historia del caminante.

Era un individuo de edad indefinida que siempre se lo veía cruzar bordeando el monte. Desde la loma donde estaba el casco parecía una enorme alfombra verde y al fondo una cinta plateada que resplandecía al sol. Quien alguna vez se había cruzado con él lo definía como una persona alta, de cuerpo musculoso por el trabajo rústico. Su ropa, raída por el uso, mostraba algunos jirones. Aparte ese aroma salvaje que se desprendía de su cuerpo demostraba que los baños no eran precisamente lo común. Caminaba rápido como si tuviera algo importante que hacer. No se le conocía medio de vida por lo que se especulaba que el contrabando era lo que le suministraba algunas monedas para su subsistencia.

La pregunta era dónde pasaba la noche. En verano no había mayor problema, pero en invierno, con esas heladas terribles que enfriaban incluso a los que tenían techo, la pasaría bastante mal sin algún resguardo.

Y ahí fue que comenzó su leyenda. Que tenía contacto con el lobizón, que alguna bruja lo cobijaba a cambio de placer. Cuando veían algún niño corriendo solo, sin que aparentemente tuviera un hogar, había que persignarse pues se estaba frente al producto de uno de esos contactos sexuales.

Un día lo dejaron de ver, pero en varias oportunidades el monte se callaba para permitir que se sintieran con más claridad, los pasos de alguien que andaba buscando algo que no podía encontrar. El paisaje era el mismo pero las matas de pasto se hundían bajo los pies de un caminante invisible.

EL MAMBORETÁ

Lucila no tenía una idea muy clara de cuándo había nacido ni dónde. Vivía en un rancho de adobe con techo de paja ubicado sobre una loma. Un pequeño bosque lo rodeaba dándole algo de sombra en los días de calor intenso.

Clotilde no era su madre. La habían abandonado en la puerta de su casa. La crió como una hija propia.

La niña fue creciendo teniendo a los pájaros e insectos que habitaban el lugar como sus amigos.

Varios recipientes ubicados estratégicamente eran llenados con agua para que las aves pudieran beber. Disfrutaba viendo a sus amigos bañándose en los charcos que se formaban luego de las lluvias

Pero entre todos el que ella más quería era un insecto: el mamboretá. En cuánto lo veía lo tomaba delicadamente entre sus dedos y le preguntaba:
-¿Dó’ta Dió, lindo?
El levantaba las patitas señalando el cielo. Ella se sonreía satisfecha y volvía a dejarlo en la misma rama donde lo había encontrado.

Pasaron los años. Lucila se quedó sola con sus recuerdos perdidos en el ignorado tiempo.

Se fabricó una pipa de madera toscamente tallada por ella con la que fumaba el naco que cada tanto alguien le cambiaba por agua.

Una mañana quiso levantarse, pero no pudo. Sus viejos huesos no le respondían.

De pronto sobre su almohada se posó él. ¿Sería el mismo? En su mente todo podía ser posible. Lo tomó delicadamente entre sus nudosos dedos y en un susurro le preguntó:

-Do’ta Dio, lindo?

Levantó sus patitas al cielo. Ella sonrió. Su mirada se perdió en el espacio y se durmió…tranquila.

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