He sido ciego y no me daba cuenta, ustedes verán más que yo: vivía para trabajar, dedicando 50 horas semanales de mi pasajera vida, no era por ambición, es que tenía un estilo de vida que debía sustentar, sumado a los compromisos y las cuentas que deben pagarse. Siempre a las corridas, simulando vivir. Sin embargo, fui imprudente al ignorar que el precio era alto. Como saben, el tiempo no puede comprarse y aunque nos encaprichemos tenazmente, tampoco se detiene.
Mis hijos eran desconocidos, mi esposa una extraña, en el mejor de los casos una compañera de turno y no de ruta como había prometido frente al sacerdote hacía 10 años atrás.
Finalmente, las cosas cambiaron, fue en el día de ayer, en un intervalo, mientras esperaba el turno en el dentista, quien tenía 20 minutos de atraso. Allí conocí a un no vidente, que a diferencia de mi acelerada persona, él no era ciego, porque me contó con lujos de detalles las cosas que hacían hermosas a la vida. Con una sonrisa que emanaba alegría, describió la simplicidad que no tiene precio. La balada de sus niños pequeños, el perfume y la dulce voz de su amada, los gratos momentos con sus amigos, el calor del sol en invierno, la lluvia en los cálidos veranos del norte, los aromas de la comida casera, el buen sabor de un mate, conciliar el sueño en paz, las caminatas a su trabajo y los chistes con sus compañeros.
Todo eso y más ha estado desde siempre frente a mis narices, pero yo estaba miope. Sentí envidia de aquel ser humano vestido de sencillez y dotado de sentido común.
No había cantidad en sus instantes de vida. Había calidad.
Entonces entendí que me convertí en ciego por decisión. Concluyendo que son muchos los cortos de vista, quienes, cegados y afanados por la rutina, deambulan por la vida, ignorando que el tiempo apremia sin esperar por nuestros caprichos. Agradezco al impuntual dentista, porque este inesperado encuentro me permitió volver a ver.
Autor: Albino García