Se invita a todos los centros educativos del país a plegarse a la Semana del Derecho Humano a la Paz – con actividades que promuevan la reflexión y el juego en torno a la temática. Todos tenemos derecho a la paz.
La paz duradera es premisa y requisito para el ejercicio de todos los derechos y deberes humanos. No la paz del silencio, de los hombres y mujeres silenciosos, silenciados. La paz de la libertad –y por tanto de leyes justas–, de la alegría, de la igualdad, de la solidaridad, donde todos los ciudadanos cuentan, conviven, comparten.
Paz, desarrollo y democracia forman un triángulo interactivo. Los tres se requieren mutuamente.
Sin democracia no hay desarrollo duradero: las disparidades se hacen insostenibles y se desemboca en la imposición y el dominio.
Sólo así lograremos romper el círculo vicioso que conduce a la afrenta, al enfrentamiento y al uso de la fuerza. Es preciso identificar las raíces de los problemas globales y esforzarnos, con medidas imaginativas y perseverantes, en atajar los conflictos en sus inicios.
Mejor aún es prevenirlos. La prevención es la victoria que está a la altura de las facultades distintivas de la condición humana. Saber para prever. Prever para prevenir.
Actuar a tiempo, con decisión y coraje, sabiendo que la prevención sólo se ve cuando fracasa. La paz, la salud, la normalidad, no son noticia.
Tendremos que procurar hacer más patentes estos intangibles, estos triunfos que pasan inadvertidos.
La renuncia generalizada a la violencia requiere el compromiso de toda la sociedad.
No son temas de gobierno sino de Estado; no de unos mandatarios, sino de la sociedad en su conjunto (civil, militar, eclesiástica).
La movilización que se precisa con urgencia para, en dos o tres años, pasar de una cultura de guerra a una cultura de paz, exige la cooperación de todos.
Para cambiar, el mundo necesita a todo el mundo.
Es necesario un nuevo enfoque de la seguridad a escala mundial, regional y nacional. Las fuerzas armadas deben ser garantía de la estabilidad democrática y de la protección ciudadana, porque no puede transitarse de sistemas de seguridad total y libertad nula, a otros
de libertad total y seguridad nula.
Los ministerios de guerra y de defensa han de convertirse progresivamente en ministerios de la paz.
Las situaciones de emergencia deben tratarse con procedimientos de toma de decisión y de acción diseñados especialmente para asegurar rapidez, coordinación y eficacia. Estamos preparados para guerras improbables, con gran despliegue de aparatos costosísimos, más no lo estamos para avizorar y mitigar las catástrofes naturales o provocadas, que de forma recurrente nos afectan.
Estamos desprotegidos frente a las inclemencias del tiempo, frente a los avatares de la naturaleza. La protección ciudadana aparece hoy como una de las grandes tareas de la sociedad en su conjunto, si queremos de veras consolidar un marco de convivencia genuinamente democrática.
Invertir en medios de socorro y asistencia urgente, pero también –y sobre todo– en la prevención y el largo plazo (por ejemplo, en redes de conducción y almacenamiento de agua a escala continental) sería estar preparados para la paz.
Para vivir en paz.
Ahora estamos preparados para la guerra eventual.
Para vivir sobrecogidos e indefensos en nuestra existencia cotidiana ante percances de toda índole.
El sistema de las Naciones Unidas deberá dotarse también de la capacidad de reacción y los dispositivos apropiados para que no se
repitan atrocidades y genocidios como los que remuerden nuestra conciencia colectiva: Camboya, Bosnia-Herzegovina, Liberia, Somalia, Rwanda… Existe hoy un deseo generalizado de paz y debemos aplaudir la lucidez y la fortaleza de espíritu de que han hecho gala todas las partes en litigio, en los acuerdos alcanzados en El Salvador, Namibia, Mozambique, Angola, Sudáfrica, Guatemala, Filipinas.
Estos pactos nos llenan de esperanza y de tristeza a la vez, cuando pensamos en las vidas inmoladas en el largo camino hacia el alto al fuego. Y en las heridas abiertas, difíciles de restañar. Pedimos por tanto que, al tiempo que reavivamos la “construcción de la paz en la mente de los hombres”, se decidan los contendientes que todavía confían en la fuerza de las armas, a deponerlas y a disponerse a la reconciliación. No basta con la denuncia.
Es tiempo de acción
No basta con conocer, escandalizados, el número de niños explotados sexual o laboralmente, el número de refugiados o de hambrientos. Se trata de reaccionar, cada uno en la medida de sus posibilidades. No hay que contemplar solamente lo que hace el gobierno. Tenemos que desprendernos de una parte de “lo nuestro”. Hay que dar. Hay que darse. No imponer más modelos de desarrollo ni de vida.
El derecho a la paz, a vivir en paz, implica cesar en la creencia de que unos son
los virtuosos y acertados, y otros los errados; unos los generosos en todo y otros los menesterosos en todo.
La educación es la clave para esta perentoria inflexión del rumbo actual del mundo, que agranda la distancia que nos separa en bienes materiales y en saberes, en lugar de estrecharla. Invertir en educación no es tan sólo atender un derecho fundamental sino construir la paz y el progreso de los pueblos.
Educación para todos, por todos, durante toda la vida: éste es el gran desafío. Desafío que no admite dilaciones. Cada niño es el más importante patrimonio a salvaguardar. A veces, da la impresión de que la UNESCO sólo se afana en conservar monumentos de piedra o espacios naturales.
No es cierto. Esto es lo más visible. Lo menos vulnerable. Pero debemos proteger toda la herencia: el patrimonio espiritual, intangible, frágil. Si de verdad creemos que cada niño es nuestro niño, entonces tenemos que cambiar radicalmente los puntos de referencia de la “globalización” actual. Y el rostro humano debe aparecer como destinatario y protagonista de toda política y toda estrategia.