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Un viaje de cuatro letras: “Papá”

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—Felicitaciones, futuro papá.

La frase se instaló en el cuerpo de Gerónimo como un estremecimiento. Primero le subió por la espalda, como un viento frío. Después se le quedó latiendo en el pecho.

Estaban en el consultorio. Ella había salido con la mirada brillante y una sonrisa suave, que no decía todo, pero decía lo suficiente. Y él, todavía con la campera puesta y el celular en la mano, se sintió de pronto en otro lugar, como si el suelo hubiese cambiado de textura.

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No fue una tarde más. Era martes. El mismo camino al trabajo, la misma rutina de siempre. Pero ya nada era igual. Porque esa frase —dicha en voz baja, apenas un susurro— lo había corrido del eje.

Papá.

Una palabra tan corta y, sin embargo, tan enorme. Mientras manejaba con las ventanillas cerradas y las luces encendidas por la neblina de otoño, Gerónimo pensaba en lo que esa palabra significaba.

¿Qué es ser padre? ¿De dónde aprendemos a serlo? Su mente se llenó de imágenes.

Primero apareció su propio padre.

La mano sobre el hombro, el olor a tabaco suave, los silencios largos que no pesaban, porque decían mucho. Un hombre presente, sin grandilocuencias. Amoroso, pero con cierta distancia. De esos que enseñan más por cómo caminan que por lo que dicen.

Gerónimo había crecido con esa figura que, sin ser perfecta, había estado.

Y esa presencia —lo entendía ahora— era un regalo.

Después vino su abuelo. O más bien, la ausencia de su abuelo. Un hombre que no supo sostener, que se alejó cuando todo se derrumbaba. Las historias familiares se lo habían contado de chico como un fantasma que se fue sin despedirse.

Durante mucho tiempo, pensó que ahí terminaba todo. Pero ahora, con un hijo creciendo en el vientre de su compañera, entendía algo nuevo: Incluso los que no estuvieron también enseñan.

Desde sus errores, desde sus quiebres. Nos invitan a elegir distinto. A cortar cadenas. A fundar nuevas formas.

También se le cruzó en la memoria el papá de Juan, su mejor amigo. Ese hombre que había adoptado a Juan a los cuatro años y que lo trataba como si siempre hubiera estado. Un hombre con manos grandes, mirada cálida y una paciencia que parecía inagotable.

Para Gerónimo, él también había sido una especie de padre prestado.

Le había enseñado que un hogar se construye con actos pequeños y repetidos, no con grandes discursos. Y que la sangre no es lo que hace familia.

Finalmente, pensó en las mujeres. Las que también habían ocupado ese rol. Madres que habían sido madres y padres.

Mujeres que habían sostenido sin ayuda, que habían criado con ternura y firmeza, que habían sido guía, refugio, motor.

Y entonces, se le armó una pregunta en el centro del pecho:

¿Cómo puede una palabra tan breve, tener tantos significados? ¿Cómo es posible que cada historia tenga su propia versión de lo que es ser padre?

Miró por el espejo retrovisor. El cielo estaba gris. La ciudad seguía igual, pero él no. Porque ahora, futuro papá, era una identidad que llevaba puesta, aunque le quedara grande. Y sabía que no tenía un manual. Que no iba a ser perfecto. Que tendría dudas, miedos, contradicciones.

Pero también sabía esto:

Ser papá es, sobre todo, elegir estar. Es hacerse presente. Aprender en el camino. Escuchar. Cuidar. Y tratar de ser mejor cada día, no sólo para uno mismo, sino para ese nuevo ser que un día lo mirará con ojos de absoluto amor.

En un semáforo en rojo, bajó un poco la ventanilla. Entró el viento. Y con él, la certeza de que el viaje ya había comenzado.

Un viaje hacia otro Gerónimo.

Uno que estaba dispuesto a habitar esa palabra de cuatro letras con todo lo que era y con todo lo que aún no sabía que podía ser.

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