Ese es el título del libro de Maurucio Abbati, ganador del «Premio Marosa di Giorgio» (2015), que fue presentado este viernes en Casa Quiroga con presencia de su autor. Es un libro de 50 poemas que por varios motivos (entre ellos también, desde lo formal, la ausencia de título individual en cada uno de ellos y en su lugar únicamente la presencia de espacios en blanco separándolos) casi podríamos arriesgar a catalogarlo como un único gran poema, extenso, que lo asemejaría, por este rasgo, justamente, a cada uno de los libros de Marosa di Giorgio (donde se podría incluso hablar de fragmentación de un único gran poema). Claro que en el caso de Marosa hay algunos versos y mucha prosa poética y en Abbati (en este libro al menos) hay puramente, claramente marcados, versos. Un estudioso argentino contemporáneo, Santiago Sylvester, dice que en descubrir el poder y la fascinación de las palabras y en desnudar la sorpresa que ellas encierran radica una de las tareas fundamentales de un poeta. Y creo que en «Terminal» hay eso, motivo suficiente entonces para decir que estamos no solo ante un poeta sino ante un muy buen poeta. «El poder y la fascinación que tienen las palabras -dice Sylvester- son tan viejos como ellas y posiblemente residen en el hecho de que además de servir para nombrar, expresar sentimientos e ideas, están llenas de sorpresas, misterios y adherencias que les dan exactitud o ambigüedad». Abbati es alguien que trabaja las palabras sabiendo que en el poema las palabras no deben estar yo diría condenadas a un «estado de diccionario», sino que deben ser entes vivos provocadores desde un estado de alerta, a la espera de qué haremos con sus posibilidades. El primer poema, el que abre el libro «Terminal», creo que tiene una clave: la necesidad de volver a crear las cosas que nos rodean; creo que ese poema encierra nada menos que la idea de re-inventar el mundo que nos rodea, de volver a nombrarlo, porque hemos olvidado los nombres, y la forma de crear es renombrando las cosas, y para eso hay que partir de la nada -como el dios del Génesis-, pero en este caso, hay que hacerlo no porque antes no existiera nada sino porque lo que hasta ahora se ha hecho se perdió. El poema al que me refiero dice: «Dejamos de sentir el viento como una posibilidad/ y se volvió arena en los ojos/ arena de playas/ a las que hemos olvidado el nombre/ y las marcas o testimonios de nosotros sobre el mundo/ se fueron recortando en anécdotas insulsas/ que nunca volvieron a significar alegría/ así es todo/ así como se pierde». Y entonces allí, a partir de allí, comienza la aventura del poeta, aventura que implica compromiso, responsabilidad. Porque el poeta es también el que ve lo que no todos ven, el que siente -y se siente- diferente y el que sabe lo que no cualquiera sabe. Pero, no olvidemos la advertencia del Eclesiastés: «Quien acumula conocimiento, acumula dolor». Y la sensación de dolor, de ausencia, de vacío y de soledad, no escapan a este poemario de Mauricio Abbati, como no han escapado nunca de las grandes obras de la literatura: «La curva del tiempo/ me sorprende/ mirando ausencias/ cargadas de presagios», dice un poema, y el que le sigue: «Las manos acarician el vacío/ imaginan cuerpos texturas/ imaginan humedades y sal/ pero no amor/ lágrimas/ saladas/ caramelos/ tristes». Vacío y soledad que oscilan entre planos intangibles, más bien metafísicos diríamos, y la materialidad de lo más cotidiano: «Tengo la casa vacía/ los muebles los libros las fotos/ vacía/ los tres pares de zapatos la toalla el mate/ tengo la casa vacía/ voy al dormitorio al baño a la cocina/ vacía/ y extraña…». Pero no es simple inventar las cosas a partir de nombrarlas. Esto nos recuerda al peruano César Vallejo cuando dice en uno de sus poemas: «quiero escribir y me sale espuma». Hay también en este libro, por momentos, la sensación de que no se puede decir lo que se quiere decir, de que se quiere escribir y sale espuma: «No hablo/ no/ ni sé ya de la palabra/ y estoy acá/ y escribo/ pero no es decir/ adentro de adentro/ en los intersticios/ hay algo como una memoria/ que retiene el pasado en un aliento/ y se acaba». Aparece acá otra palabra que me parece importante para comprender más esta obra: la palabra «memoria». La memoria es también una fuente en la que el poeta se sumerge para traer aquello, para recuperar o revivir aquello que le pueda servir en la reconstrucción que está haciendo. La memoria alimenta esa reconstrucción poética del mundo ofreciendo recuerdos como por ejemplo el de un color en las manos del padre: «En el pliegue nuevo de esta piel gastada/ se despereza un color/ que recuerdo en las manos de mi padre/ casi en el mismo lugar/ hoy en mi mano/ en él entendía la vejez/ en la medida que la oscuridad ganaba espacio/ ahora paso el dedo sobre mi pliegue nuevo y manchado/ para reconciliarme con la memoria/ y me digo/ ya va a pasar/ ya va a pasar». O recuerdos que el yo tiene de sí mismo en otro tiempo, un tiempo anterior y distinto a este presente, donde ese yo casi que no se reconoce como el mismo de hoy (y digo de paso que ahí aparece otro tema claro de este libro, que es el de los cambios que el tiempo provoca). Dice un poema: «Acabo de mirarme/ desconocido/ desde los espacios de una memoria que está pariendo vacíos/ de salto en salto en una red despareja y frágil que me deja/ caer/tropezar/hocicar/ la boca abierta sin palabras/ desorbitado en medio del aire que me señala alrededor/ desconocido». Recuerdos, decía, del yo en otro tiempo que solo la memoria puede ofrecer, como el de la niñez, niñez unida otra vez a la imagen del padre como en el poema que dice: «otra vez pongo el dedo en la cicatriz/ de un domingo a mis siete años/ y después la cara de ella/ y la risa de ella riéndose cuando me mira/ y llueve solo sobre el paraíso del patio/ y yo sin bicicleta/ y detrás de la luz/ mi viejo y su muerte cantan». Hay en estas páginas además, con bastante frecuencia, imágenes oníricas, imágenes o situaciones o escenas propias más bien de un sueño. Presencia de los sueños, algo tan recurrente en la poesía surrealista, por ejemplo. Y este libro, «Terminal» contiene imágenes soñadas pero de alguna manera se plantea también cierto conflicto o dilema o contradicción entre sueño y memoria. Son dos fuentes que aportan al poeta, a la construcción poética, pero no siempre en concordancia, por eso me parece muy esclarecedor un verso que dice: «los sueños que equivocan la memoria». ¿La memoria es lo real y los sueños lo irreal?, cabría preguntarse. ¿O ambas son transformaciones, creaciones de la mente que además vuelven a transfigurarse al ser convertidas a sustancia poética?, me inclino por la segunda opción, pero cabría al menos dejarlo planteado. ¿Cuáles son esas imágenes propias de un sueño a las que me refiero? Por ejemplo las de los poemas en que aparece alguien a quien se llama «la nena»: «Círculos concéntricos/ la nena obsesiva dibuja/ círculos concéntricos/ llena hojas/ hipnótica/ el tipo le grita/ círculos concéntricos/ le grita gira a su alrededor le grita/ gira en espiral/ uno después de otro/ adentro en el adentro del plano que determina/ círculos concéntricos/ la velocidad del lápiz negro en aumento/ la mano de la nena no se altera/ no parpadea/ ella no/ concéntricos/ concéntricos».