Tenía ganas de narrar algo, así de simple. Por eso los renglones que siguen no tienen otra explicación. Estos días, a la vez que sentía ganas de sentarme frente a la pantalla y escribir libremente, iba releyendo dos libros. Muy distintos entre sí, pero con la coincidencia que los autores son ambos periodistas de amplia trayectoria, contemporáneos, y con incursión en la creación literaria además del periodismo. Estaba leyendo «La rueda de la vida», libro de cuentos del montevideano Alejandro Michelena, y «Memorias ilustradas», crónicas del salteño Enrique Cesio. Entonces me dije: Voy a contar anécdotas vividas durante el ejercicio de esta profesión, el periodismo. De hecho, en el libro de Cesio hay una parte titulada Aventuras periodísticas, donde narra desde anécdotas jocosas, como la vez que a Fausto Carcabelos (periodista en tiempos que Cesio dirigía EL PUEBLO) se le ocurrió hacerse pasar por enfermo de hernia ante un «pastor curandero» que había puesto un escenario cerca de la Terminal vieja, hasta otras muy tristes y fuertes, como la caída del avión en Garibaldi. En mi caso elegí cuatro, se me ocurrió ponerle subtítulos, y aquí van…
Fattoruso sin grabar
Año 2010…Se venía anunciando hacía tiempo la actuación de Fatorusso sobre el escenario del Teatro Larrañaga. Yo quería entrevistarlo, pero me dijeron que ese día, al parecer, el hombre no estaba de muy buen humor y no sería fácil que me atendiera. Allí estuve y después de anunciarme, vino alguien y me dijo: “lo va a atender pero no puede ser muy extenso, lo espera en el patio”. En realidad me esperaba en la galería que está pasando los camarines, al fondo, con balconada al patio. Fui hasta ahí con grabador en mano, grabador de aquellos que se le ponía un cassette adentro, lo prendí y empezamos la entrevista. Cierto, el hombre no estaba muy simpático pero sí muy amable y habló más de lo que imaginé: de su trayectoria, su presente en la música y cómo veía el ambiente musical uruguayo en ese momento. Cuando terminamos me dijo: “¿Para qué medio es?”. Para Diario El Pueblo y Radio Libertadores, le expliqué. Se alejó y yo quise inmediatamente escuchar cómo había quedado la nota. No pude escuchar nada. El grabador no prendía. Pero tampoco había prendido antes, durante la entrevista, y no me había dado cuenta. O sea, nada había grabado. Lo sopesé en la mano y me pareció muy liviano, ya vi el problema: me había olvidado de ponerle pilas. Por supuesto empecé a preguntarme ¿Qué hago?, ¿lo busco y le pregunto si podemos grabar todo de nuevo? No, ¡voy a quedar como un nabo! Y además el tipo, que de por sí no estaba de muy buen humor, me va a mandar a freír boniatos. Conclusión: volé hacia casa (nunca había ido tan rápido), llegué, agarré una hoja y una lapicera y me puse a escribir de un tirón todo lo que mi memoria retenía que había dicho el entrevistado. La nota para diario pienso que salió bien. Y en la radio, hubo que conformarse con contar que habíamos charlado con el gran músico y que otro día escucharíamos la entrevista. Nunca más toqué el tema y si te he visto no me acuerdo.
Queguay, qué bolazo
Por motivos que no vienen al caso, un día (creo año 2013), me encontré en medio de una concurrida sala que escuchaba la disertación de un antropólogo, en un centro educativo de Chapicuy. Como no sabía de qué manera justificar mi presencia allí ante los organizadores de la jornada (formalmente yo no tenía nada que ver con el público al que estaba dirigida), dije que había ido «desde Salto, como periodista». Hasta me agradecieron la gentileza de haber ido. Cuando ya iba como una hora de charla, al disertante se le ocurrió hacer un trabajo en equipos. Le daba a cada equipo una palabra, y luego de unos minutos el equipo tenía que explicar ante los presentes lo que en ese momento supiera sobre el origen y significado de la misma, sin hacer trampa de buscar en internet ni en ningún lado (hace once años tampoco era tan común tener Google en el celular). Al grupo al que me arrimé le tocó la palabra «Queguay». Mis compañeras (maestras y profesoras) no tenían idea qué responder. Entonces les expliqué: Queguay significa «niño indio», y el vocablo fue inventado por el escritor Montiel Ballesteros, nacido aquí en el departamento de Paysandú pero considerado salteño. Les dije además que me disculparan que iba a salir a tomar aire al patio, pero que expusieran tranquilas nomás que estaba seguro que era así. Mentira, yo tampoco tenía ni idea de la etimología de la palabra «Queguay». Como había amplificación, desde la lejanía de una sombra del patio, seguía escuchando lo que ocurría adentro del salón: las muchachas exponían lo que yo les había explicado, y por una ventana veía la cara barbada del antropólogo que no paraba de reírse. «¿De dónde sacaron ese disparate?», escuché que les dijo en un momento. Ninguna quiso «quemarme», y lo agradezco, pero una dijo: «Disculpe, qué bolazo dijimos, ¿no?». La gente se reía y yo aproveché para retirarme silbando bajito. ¡Cuidado! Mire que «Queguay, el niño indio» en verdad es un muy buen libro del gran Montiel Ballesteros. Y digamos, ya que estamos, que “Queguay” significa «peine de agua».
Aburrido y con hambre
Año 2010…En Salto todavía se hacían Bienales de Arte. Ese año, algunas actividades se hicieron en Pueblo Fernández. Notable idea; esos paisajes ya de por sí son obras de arte. ¿O usted cree que fue casualidad que hayan nacido ahí Carmelo de Arzadum y Lacy Duarte?
Lo cierto es que Adriana, la Directora de este diario, me encargó ir a cubrir esas actividades. Era un domingo y el ómnibus salía de mañana temprano desde la Oficina de Turismo. En la invitación decía: «Luego de las actividades matutinas y antes del retorno a la ciudad, se compartirá un almuerzo criollo. Llevar plato y cubiertos». Fue una mañana en que llovió tanto, pero tanto de forma continua, que parecía que estaban lavando el mundo. Había terminado ya mi trabajo periodístico a las 11 de la mañana. El ómnibus volvía a las 5 de la tarde. Fueron seis horas eternas que pasé recostado a una columna bajo el alero de un salón, mirando el campo tras la cortina de agua. Los papeles con los que andaba en la agenda, me los leí todos de arriba a abajo varias veces. ¿Celular? Sin ningún tipo de conexión a nada, ni para mandar un mensaje. ¿Y el almuerzo criollo? Resulta que llevé una tablita y un fino juego de tenedor de dos dientes y cuchillo cabo de guampa. Fue pronto pa`l asado. Y había ensopado, gran ensopado hecho a fuego por personal del Ejército. Vi que la gente de «la comisión» (no recuerdo de qué) andaba muy atareada y no quise insistir pidiendo que me consiguieran plato hondo y cuchara. Una de las tardes más aburridas y cansadoras, en la que estuve hasta que llegué a casa (cerca de las 8 de la noche), con media galleta en el estómago. Pero la Bienal estuvo buena, el trabajo de EL PUEBLO estuvo a la altura, y a este periodista, el hambre y el aburrimiento le regalaron una experiencia inolvidable.
Está bien, Comisario, le hago la gauchada
En dos décadas más o menos que llevo como periodista, tres o cuatro veces me convocó la Policía para solicitarme que me presentara a brindar determinada declaración. Una vez, era porque el Comando de Jefatura quería saber de dónde había sacado el dato que en tal Comisaría rural había un solo policía, como lo había sostenido en una nota. Lo curioso es que el Comisario que me llamó por teléfono, me dijo: «Jorge, vos no estás obligado a venir, te está convocando la Policía, no la Justicia. Venís si querés. Necesito preguntarte quién te dio esa información y sé que me vas a responder que te reservás la fuente. Además, ya sé que la información te la dio Fulana de Tal y que no me lo vas a decir, te entiendo. Pero haceme la gauchada, vení y te tomo esta declaración». Así fue. Me preguntó la fuente y dije que no le iba a decir. Me preguntó si la fuente era Fulana de Tal y le volví a responder que no le iba a decir. Hasta que me agradeció por haber ido y me fui. Antes de salir, a mitad del pasillo, me di vuelta y le dije: ¿Se dio cuenta, Comisario, qué loco es esto?…Vine a declarar que me niego a declarar. «Sí -me dijo sonriendo-, pero ante mis superiores me hiciste una gran gauchada. Seguramente te llamo de nuevo estos días». Nunca más me llamaron (por ese caso al menos); pero recuerdo que antes de irme le dije: Sí, está bien, Comisario, le hago la gauchada.
