back to top
lunes, 5 de mayo de 2025
20.5 C
Salto

Nuestra Señora de la Luz

- espacio publicitario -
Diario EL PUEBLO digital
Enlace para compartir: https://elpueblodigital.uy/mw1q

Extracto de “tesoro”, novela premiada de Rehermann

La novela Tesoro de Carlos Rehermann, gran premio del Concurso Narradores de la Banda Oriental, es una búsqueda personal en varios planos y también la reconstrucción de un preciso momento de la historia uruguaya. Va como extracto el capítulo 11.
No sé cómo conseguí el libro de Milton Schinca donde estaba el relato del naufragio del Nuestra Señora de la Luz, cuya versión radial me había engañado una tarde en casa de Daniel. Al parecer el barco estaba cargado de oro y plata, y durante muchos años, hacia fines del siglo XVIII y durante el primer tercio del siglo XIX, hubo buzos que se encargaron de recuperar casi todo el cargamento. El barco había quedado a cinco o seis metros de profundidad, cerca de un arrecife costero que se llama Las pipas, frente a la playa de Carrasco. Al parecer la playa del Buceo lleva ese nombre porque desde allí salían los botes que trasladaban a los buzos. Primero fue llamada “Playa del buceo de Nuestra Señora de la Luz”, luego “Playa del buceo de la luz” y finalmente, como hasta hoy, “Playa del buceo”.
La playa estaba justo al final del camino que rodeaba los terrenos comunes de la ciudad colonial, llamado camino de los Propios.
El naufragio había ocurrido a mitad del siglo XVIII. Fue a fines de ese siglo que se empezaron a usar los primeros trajes de buceo. Los buzos que recuperaron el tesoro del Nuestra Señora de la Luz simplemente se zambulleron y aguantaron el aire, mientras palpaban el fondo lodoso en medio de las aguas marrones del Río de la Plata. Quizá algún día tuvieron algo de visibilidad, y seguramente fueron marcando con cabos y boyas los distintos pecios. El pecio estaba a unas cuatro millas en línea recta hacia el este.
Schinca había tomado las historias de su libro sobre Montevideo antiguo de numerosas fuentes. Acerca del naufragio mencionaba un libro de Juan Alejandro Apolant, un genealogista que en los años sesenta había dedicado un libro al primer naufragio ocurrido desde la fundación de Montevideo.
El libro de Apolant es enormemente aburrido y obsesivamente minucioso, pero lo devoré en una sola sentada en la Biblioteca Nacional. El mero hecho de trasladarme a la Biblioteca Nacional a investigar documentos antiguos (el libro de Apolant) para preparar el rescate de un tesoro, me trasladaba a una vida distinta a la penuria cotidiana que suponía soportar los atropellos del gobierno y las dificultades económicas. En la biblioteca también encontré, probablemente a partir de la bibliografía del libro de Apolant, documentos sobre el barco y su gemelo, ya que se habían construido dos idénticos, al servicio de la corona portuguesa. Curiosamente Nuestra Señora de la Luz estaba arrendado a los españoles, a pesar de la rivalidad entre ambos reinos. Apolant habla del origen del barco, consigna el cargamento que llevaba, y explica que además de las monedas y los lingotes declarados había un contrabando muy importante de oro que los buzos de la época nunca supieron que existía.
Cuando se recuperó lo que se suponía que era la casi totalidad del tesoro, apenas quedaron dos buzos, que vivieron casi veinte años de las monedas encontradas en cada inmersión, pero nunca dieron con el contrabando, del que nada sabían. Nadie supo de ese cargamento clandestino hasta que, muchos años después del naufragio, quien fuera capellán del barco, en su lecho de muerte lo confesó. Está comprobado, mis confidentes y únicos amigos: los curas siempre ocultan alguna cosa.
Yo tenía dieciséis años; desde los catorce practicaba buceo regularmente y entrenaba tres veces por semana en el club Neptuno. Acababa de obtener mi Brevet de Buzo de Apnea, luego de un examen que consistía en una prueba física de nado de dos mil metros en superficie en menos de cierto tiempo —no lo recuerdo, pero era muy fácilmente superable—, de inmediato un cruce de cincuenta metros inmerso en apnea, luego una zambullida en la parte honda de la pileta (unos cinco metros), para recuperar el equipo, colocárselo, quitar el agua de la máscara bajo el agua, y luego flotar un minuto con un cinturón de plomo de diez kilos y las manos en alto. A continuación, rescate de un compañero hundido y transporte durante cincuenta metros, extracción de la piscina y resucitación cardiopulmonar, que habíamos aprendido con una muñeca alemana que emitía ruidos para señalar errores de nuestras manipulaciones.
Estaba listo para emprender una expedición a donde fuera a rescatar el tesoro que me haría rico. Según los cálculos de Apolant, y actualizando el dólar a los precios de aquellos días, el contrabando valía millones de dólares. Claro, habían pasado dos siglos. Los restos estarían dispersos, pero si encontraba apenas un uno por ciento del tesoro sería suficiente para mí. ¿Y qué necesitaba? ¡Nada! Un bote con motor fuera de borda, unos tanques de aire comprimido. Nada. ¿No había hecho eso mismo Robert Sténuit, mi héroe belga del buceo de tesoros? Su equipo inicial consistía en un Zodiac de cuatro metros, un compresor, cuatro tanques de aire comprimido y dos reguladores Gagnan.
La playa justo frente a Las pipas se llama Miramar. Empecé a ir en bicicleta desde mi casa, que estaba a unos veinte kilómetros a través de la ciudad. Una vez allí examinaba con detenimiento la espuma que se formaba muy lejos. Según una carta marina que pude consultar en la biblioteca, el arrecife estaba a unos dos mil quinientos metros de la playa. Poco más de media hora de nado tranquilo. Decidí ir hasta el arrecife para sentir el ambiente. Cuando llegó el verano empecé a ir con las patas de rana, y me hice amigo del salvavidas, que me dijo que un día podríamos ir nadando juntos hasta Las pipas, que él lo había hecho varias veces. Empecé a prepararme. Entrené un mes nadando dos mil metros a diario, y seis mil cada tres días. No es mucho, si uno nada con aletas y esnórquel.
Decidí hacerlo el día de mi cumpleaños, el dos de febrero. El salvavidas parecía un poco reacio ahora que se acercaba el momento de hacerlo.
—Durante el horario de trabajo no puedo. Eso lleva como una hora y pico. Y después de un día entero de trabajo no sé. Una, que estoy cansado, y otra que ya es tarde, se viene la noche.
¿Cansado? Prácticamente no iba gente a esa playa. Pasaba el día tirado a la sombra de su garita, leyendo revistas de automovilismo. Y su horario de trabajo terminaba a las siete de la tarde. Es cierto que a las nueve ya se había puesto el sol, pero hasta las diez había claridad.
(Cultural, del diario El País)

Enlace para compartir: https://elpueblodigital.uy/mw1q
- espacio publicitario -
ALBISU Intendente - Lista 7001 - COALICIÓN SALTO