A mediados del año 2008 el británico Tony Judt (1948-2010) era uno de los historiadores y analistas políticos más leídos, respetados y populares en Estados Unidos y buena parte de Europa. Acababa de publicar Sobre el olvidado siglo XX, una serie de ensayos acerca de los intelectuales y los acontecimientos más importantes del pasado siglo, permeados por su terca, obsesiva preocupación por «la dificultad que al parecer experimentamos para comprender el turbulento siglo que acaba de terminar y aprender de él». Docente y conferencista universitario y colaborador frecuente de varios medios, en especial el New York Times Review of Books (NYTRB), Judt exigía el compromiso político de sus colegas intelectuales y era impiadoso a la hora de la polémica y la crítica.
Solía participar como invitado en debates televisivos, en los cuales enfurecía a los televidentes más conservadores con su férrea oposición a la guerra de Irak, sus constantes críticas a la política de Israel y su defensa de la socialdemocracia.
Había alcanzado celebridad como historiador dos años antes, con Posguerra, para muchos el mejor libro escrito jamás sobre la recuperación económica y la reconfiguración política europea luego de la Segunda Guerra Mundial. Fue el primer trabajo en encarar la historia reciente de Europa desde una narración que incorporara por igual las dos mitades ideológicas del continente. Finalista del Pulitzer y elegido entre los mejores libros del año en infinidad de publicaciones a ambos lados del Atlántico, Posguerra se convirtió en una referencia ineludible para cualquier abordaje de la segunda mitad del siglo XX europeo.
Un día cualquiera, a mediados de 2008, el siempre atlético Judt sintió una repentina dificultad para respirar. Poco después, trabajando en su computadora, se dio cuenta que sus dedos no respondían las Órdenes de su cerebro y caían, desobedientes, sobre cualquier tecla. En setiembre de ese año fue diagnosticado con esclerosis amiotrofia lateral (EAL), una enfermedad neuromotora irreversible y degenerativa que lleva el nombre de Lou Gehrig, en honor al famoso bateador de los Yankees de Nueva York, quien murió por esa causa en 1941.
En menos de un año Tony Judt se había transformado en «un par de músculos muertos, pensando», como le dijo a The Guardian tiempo después. Para pensar era lo Único para lo que no dependía 100% de otra persona.
Cuando se dio cuenta de que Tony Judt no iba a volver a escribir, el también historiador Timothy Snyder le propuso realizar un libro. Durante gran parte del 2009, Snyder visita a Judt una vez por semana para conversar sobre Historia. El resultado fue Pensar el siglo XX, un diálogo sobre diversos temas y típicos de la centuria pasada: el judaísmo, el Holocausto y el Estado de Israel, el marxismo, el papel de los intelectuales y la necesidad de que el Estado recupere, si no todo, parte del rol que tuvo en las socialdemocracias europeas.
«Este libro aboga a favor de la conversación, pero quizá todavía más de la lectura. Yo nunca estudia con Tony, pero el catálogo de su biblioteca mental coincida en gran medida con el mío. Nuestras lecturas anteriores creaban un espacio común dentro del cual Tony y yo podíamos aventurarnos juntos, deteniéndonos en lugares y paisajes conocidos, en un momento en el que otro tipo de movimiento era imposible», dice Snyder en el prólogo.
Pensar el siglo XX es también una suerte de biografía de Judt, que, narrada a modo de introducción a cada uno de los capítulos, termina de dar forma a lo que es un verdadero testamento intelectual.
La muerte, inevitable frente a su enfermedad, lo alcanzó en agosto de 2010, apenas unas semanas después de hacer las últimas correcciones al libro. Tenía 62 años. Como escribía el también historiador inglés Timothy Garton Ash a propósito de su muerte: «Probablemente sea inevitable que su vida y obra sean vistos ahora, al menos durante un tiempo, a través del prisma de su cruel enfermedad (…). Pero no deberá permitirse a la muerte definir la vida».
La cuestión judía
«Hay dos formas de pensar en mi niñez», sostiene Judt. Una sería desde una perspectiva convencional de un niño de clase media-baja de cualquier barrio londinense de la postguerra. «Desde otra, la exótica, distintiva y, por tanto, privilegiada expresión de la historia de mediados del siglo XX de los emigrantes judíos procedentes de Europa Central y del Este».
Tony Robert Judt nació en Londres en 1948. Su primer nombre se lo puso su padre, en recuerdo de una de sus primas (Toni, diminutivo de Antonia), muerta en Auschwitz. Robert, en tanto, fue una iniciativa de su madre, que quería para su hijo un nombre «cien por cien inglés», para que el niño pudiera integrarse. Nunca lo llamaron por su segundo nombre.
En esa ambivalencia creció Tony. «Yo siempre supe que Éramos diferentes. Por un lado, no Éramos como los demás judíos porque teníamos amigos no judíos y nuestra vida estaba claramente anglicanizada. Sin embargo, no podríamos ser nunca como nuestros amigos no judíos, sencillamente porque nosotros éramos judíos», recuerda Judt.
Las huellas de la guerra podían percibirse también desde varios lugares. Las cicatrices arquitectónicas de los bombardeos nazis a Londres, claro, pero sobre todo tíos y abuelos con el número del campo de concentración tatuado en sus brazos, a quienes Tony veía en las cenas familiares. «Era como si el Holocausto lo penetrara todo, como una niebla poco densa, pero ubicua», recuerda. Ni su vida intelectual ni sus trabajos históricos, estuvieron enfocados hacia la cuestión judía. «Pero Hasta se inmiscuye, inevitablemente, y cada vez con más fuerza».
Judt parte de la dificultad de desarrollar una narración histórica que unifique el derrotero de los judíos de Europa. Los había integrando la Élite intelectual vienesa de principios del siglo XX instalando en su seno una germanidad latente -o, como dice Judt, «educados para considerarse ‘alemanes’»-, como también fuera de los límites del Imperio Austro-Húngaro y entre quienes poco y nada había en común. «La mera idea de una historia de los judíos europeos unificada es en sà misma, como mínimo, problemática: estábamos divididos y escindidos por regiones, clases, idiomas, cultura y oportunidades (o ausencia de ellas)», afirma Judt.
Pero a pesar del nazismo, los judíos que vivían en lo que había sido el Imperio Austro-Húngaro, y en especial en su capital, Viena, tenían, según Judt, «una germanidad que perder». Pasaron los nazis y continuaron sintiéndose alemanes. Judt recuerda cómo la familia de su primera esposa, sobrevivientes del nazismo, regresaba a Alemania luego de la guerra durante las vacaciones; cómo desde su cotidianeidad doméstica hasta sus referencias culturales estaban impregnadas de un espíritu alemán. «Su sentido de perdida era palpable y omnipresente: el mundo alemán que les había abandonado era el Único que conocían y el Único que merecía la pena tener, por lo que su ausencia constituía un dolor mucho mayor que todo lo que los nazis habían perpetrado», sostiene el historiador británico.
Insider/Outsider
Precisamente, «esa interdependencia de ignorancia mutua» explicaría «la facilidad con la que pudo llevarse a cabo la limpieza étnica» de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1963 Judt viajó por primera vez a Israel, luego que dos reclutadores de un kibutz «de izquierda» lo convencieran. Fue el comienzo de un romance adolescente -Judt tenía 15 años- que lo lleva a introducirse «de lleno en el sionismo y su penumbra ideológica». Pero a los 15 años estaba comprometido. «Yo era uno de ellos, o más exactamente, uno de nosotros», rememora. Se sentía un incidir; podía «mirar con suficiencia y desdén a los no creyentes, los ignorantes, los desinformados y los incultos». Tras la experiencia en el kibutz volvió a Inglaterra «convertido en un sionista socialista convencido».
Pero el romance adolescente culmina con la Guerra de los Seis Días. Judt, quien ya estaba estudiando en Cambridge y se mantenía fiel a su «kibutzismo», regresó a Israel en los días previos al inicio del conflicto. Allá tuvo contacto directo con los oficiales israelíes. Comprendió que, a diferencia de lo que creía, «Israel no era un paraíso socialdemócrata de judíos pacíficos que habitaban en granjas». El sueño del socialismo rural «era solo eso: un sueño»; el núcleo del Estado de Israel estaba en las ciudades. «Me di cuenta que no vivía ni nunca había vivido en el Israel real».