Sintió un dolor agudo en la rodilla y detuvo la carrera. Hizo una seña al director técnico y salió de la cancha mientras el resto del equipo continuaba el trote de calentamiento por el borde. Rengueó un poco, golpeó la planta del pie contra el suelo y le pareció que varias agujas afiladas le entraban hasta el hueso. Miró la rodilla desde arriba, apenas inclinado, como si fuera un cuerpo extraño, una parte que no le pertenecía. Conocía su cuerpo, sabía de su fuerza, del empuje acelerado de las pulsaciones, del fino engranaje que lo movía. Tenía veintitrés años. Era un marcador lateral que se proyectaba al ataque con potencia, un adelantado para el fútbol de su época.
El grupo de jugadores, en tanto, ya había dado la vuelta por el perímetro del campo y cruzó a su lado marcando una afinada melodía con los pies que rozaban el césped. Le gritaron: «¡Andiamo,Sauro!» . «Che cosa fai, ragazzo?».
Sonrió sin responder y los miró alejarse. Formaban un solo cuerpo, trotaban por la línea entre risas, resoplidos de los primeros esfuerzos.
Sarlo Tomá se recostó al tejido, llevó la mano a la rodilla y la masajeó con intensidad. Estaba seguro de que desaparecería el dolor. Nunca había tenido molestias físicas, los músculos y la potencia siempre lo habían acompañado. Por eso había realizado el sueño de ser titular de uno de los mejores equipos del mundo.
Desde el centro de la cancha, el director técnico Leslie Lievesley dirigía el entrenamiento con el silbato colgado sobre el pecho como si fuera un crucifijo. Había permanecido atento a los movimientos de Sauro y cuando lo vio tocarse la rodilla, pensó que la lesión podía ser grave. Pero el joven parecía recuperarse; había golpeado varias veces el suelo con la planta del pie y ensayado algún trote.
Un dulce alivio empujaba a Sauro a sumarse a la columna que avanzaba con paso acelerado. Se enganchó atrás y rió de las bromas de sus compañeros referidas al miedo que él tenía a los portugueses. Sentía gran afecto por aquel grupo. Lo habían apoyado cuando llegó desde otro equipo menor, lo ayudaban a integrarse y en los partidos, el gran capitán Valentino Mazzola siempre estaba a su lado dándole confianza y estímulo.
Sauro corrió en la fila unos pocos metros y cayó vencido de dolor. Ahora sentía un hierro caliente metido en la rodilla. El técnico llegó de inmediato junto al kinesiólogo y lo llevaron al vestuario. Nadie quería pronunciar la palabra pero todos sabían que ese dolor provenía de los meniscos.
Mientras esperaba al médico, Sarlo entró en la ducha y lloró en silencio. No cesaba de preguntarse: ¿cómo podía lesionarse en ese momento de esplendor del equipo, cuando acababa de obtener la titularidad ante cientos de aspirantes? ¿Por qué sucedía ahora que se aprontaban a viajar para competir contra otro grande del fútbol europeo?
El médico lo examinó en la camilla y confirmó el diagnóstico: lesión de meniscos.
Sauro se sintió desdichado. Hubiera preferido estar en otro lado, no integrar el plantel para no sufrir el dolor de ese sueño mutilado.
En los días siguientes no fue al entrenamiento. Permanecía en quietud y rezaba para que ocurriera el milagro de la cura. El médico que lo visitaba notó una rápida recuperación y auguró que en poco tiempo volvería a los campos de juegos. Sarlo recuperó la alegría y volvió a soñar con vestir la camiseta granate en el partido contra el Benfica.
Pocos días antes de la partida le pidió al técnico que lo dejara probarse, ya no sentía dolor.
‘El míster, Leslie Lievesley – recordó Sauro Tomá en una entrevista- nos había dicho a Valentino Mazzola y a mí que nos cuidáramos de las lesiones. Mazzola no estaba bien del todo, pero podía jugar y viajó. Yo tenía problemas en la rodilla y el entrenador me aconsejó que me quedara en casa».
Y así lo hizo, a pesar de la tristeza que ello le causaba. Al día siguiente de la partida del equipo, comenzó a entrenarse solo, sin exigencias, moviendo con precaución la pierna herida. El cuerpo respondía. Volvió a entusiasmarse. Corría con fuerzas para estar en forma cuando los compañeros regresaran de Lisboa.
La mañana del 4 de marzo de 1949 fue temprano al entrenamiento. La rodilla le dolió un poco y prefirió ir temprano a la ducha. Al volver a la casa encontró un grupo de treinta o cuarenta personas que lo esperaban en la puerta.
«Un buen amigo de la familia se me acercó, me cogió la mano y me dijo lo que había pasado. Después, entré a casa, se lo conté a mi mujer y no pudimos parar de llorar», recordó Sarlo.
El avión que traía de Portugal a los jugadores del Gran Torino se había estrellado en la montaña, contra la basílica de Superga, sin dejar sobrevivientes.
Desde aquella trágica mañana de 1949 hasta que tuvo fuerzas, Sarlo Tomá subió en peregrinación a la basílica los 4 de marzo, a honrar a sus compañeros muertos. Y en 1976, cuando el Torino obtuvo su primera copa después de la tragedia de Superga, se unió a la hinchada que ascendió a la montaña para rendir homenaje a los integrantes del Gran Torino en el mismo lugar donde entraron a la historia.
El marcador lateral
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