Imagino que las fábricas de cerveza de Rio de Janeiro deben trabajar las veinticuatro horas del día a turno completo y con las calderas a la máxima potencia. Sólo así pueden producir los millones de litros que se beben aquí; millones que aumentan cuando algún hecho colectivo congrega a los cariocas en los bares como el ocurrido este fin de semana con la coronación de Flamengo en el campeonato de fútbol brasilero.
El partido se jugó el domingo pasado en Maracaná, pero ya desde las primeras horas de la tarde del sábado, el despliegue de banderas y la gente que vestía la casaca roja y negra se hacían notar en varias zonas de Rio. A medida que avanzó la tarde, los bares se poblaron con los colores del Flamengo y los cánticos de la torcida comenzaron a unirse de un bar a otro tomando veredas y calles. Fue tan elocuente la manifestación que, al no seguir el desarrollo del campeonato e ignorar la tabla de posiciones, creí que festejaban la obtención del título cuando en realidad se trataba de los preparativos.
El domingo, tras el triunfo de Flamengo ante Gremio por dos goles contra uno, los cohetes voladores alumbraron el cielo carioca y el redoblar de las batucadas se mezcló con las cornetas, las bocinas de los coches, los coros improvisados en las esquinas. En una Plaza de Santa Teresa, próximo al lugar donde me alojo, se armó un pequeño carnaval con tambores, danzas, cervezas, banderas, disfraces, y las canciones tradicionales que unen a todas las generaciones. Mientras tanto, la televisión se concentraba en los festejos en Maracaná.
Dentro del campo, las cámaras seguían a Adriano quien se enfrentaba a una media luna de fotógrafos que le cerraban el paso y lo cegaban con los flashes. El hombre salido de la favela que renunció a contratos millonarios en el fútbol europeo para recuperar la alegría de jugar, no podía hablar ante la veintena de micrófonos que se ofrecían a su palabra. La emoción le cerraba la garganta y él intentaba ocultar las lágrimas. Quería saludar a la torcida y no podía avanzar, los abrazos de sus compañeros de equipo, de los dirigentes, lo retenían a cada paso. El apretaba los dientes, pero algunas lágrimas escapadas rodaban por el rostro. El público que colmaba las tribunas de Maracaná lo saludaba de pie.
No debía ser fácil estar allí sin emocionarse, si a uno también se le anudaba la garganta al ver en el televisor el esfuerzo que hacía Adriano para controlarse. No creo que un simple gesto machista lo frenara a exhibir la desnudez de sus sentimientos. El llanto de un hombre que ha sufrido la marginación tiene que hacer un largo recorrido interior para mostrarse a ese mismo mundo que lo hizo nacer en la favela. Podría adjudicarse al rencor su actitud. Es posible que haya sido así y, desde mi punto de vista ello sería comprensible.
También es posible que a algunos lectores lês parezca banal escribir sobre el llanto contenido del jugador de fútbol Adriano. En honor a la verdad, debo decir que es la segunda vez que esta columna se ocupa de él, aunque en ninguno de los casos hubo una intención previa hacerlo, una búsqueda de material. La primera vez Google trajo su historia cuando indagué sobre la traducción de Memorias de Adriano, libro de Marguerite Yourcenar sobre la vida del emperador romano. En esta segunda, las cámaras de televisión matuvieron largo rato la imagen del futbolista en la pantalla. No quiero ser vocero de los poderosos medios de comunicacación, bastante ofrecidos tienen, sólo intenté ver con mis ojos lo que otros ojos mostraban. Lo mismo hice el lunes frente a las portadas de los diarios que en su gran mayoría reproducían fotografías de Adriano. Un suplemento deportivo informaba asimismo que la noche del festejo el jugador no fue a la ceremonia de gala, con invitados selectos, donde se celebró oficialmente la obtención del título. Otra vez Adriano prefirió subir a la favela de su infancia y festejar con su gente. Me juego que ahí sí, dejó que lo vieran llorar.
El llanto del emperador
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