“El aljibe y la hiedra” (última entrega), de Víctor Silveira

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Llegamos al final de “El aljibe y la hiedra”, este relato extenso de Víctor Silveira, cuyas dos primeras partes compartimos con los lectores de EL PUEBLO en los dos lunes anteriores. Agradeciendo una vez más al autor por permitir que sea este diario quien primero lo diera a conocer, ofrecemos aquí el final:

Al día siguiente, amanecí solo en la casa. También Alicia había desaparecido. A esta altura de mis padecimientos, ya nada importaba. Nuestro matrimonio había sido lo más absurdo y desacertado de todo. Una relación que había empezado de la forma más prometedora: un paseo por las orillas del lago, cuando aún estudiábamos en la Facultad. Comentábamos un libro de poesías. Y por la noche el concierto en el anfiteatro de verano. Cuántas promesas nos estaba haciendo la vida. Todo, para terminar en ese atroz laberinto donde no había salida. “Ella también me abandonó”, pensé. Jamás supe a qué hora ocurrió esto: cuando desperté, ya no estaba a mi lado. Parecía como si se hubiese volatilizado en el aire. O como si se la hubiese tragado la tierra. Toda búsqueda fue inútil. Recorrí de nuevo las habitaciones, ya semivacías. Iba pisando papeles, folios, calendarios viejos, diarios de hojas amarillentas. Recuerdo una fecha, un titular, pues me quedaron grabados: “22 de noviembre de 1963. Magnicidio: Asesinaron a Kennedy”. El complot “de las rosas rojas”. Las interminables cochinadasde los poderosos en este bajo mundo… Observé la pintura de las paredes, más oscura donde habían estado colgados los cuadros, y nuestros diplomas universitarios. Subí por la escalera hasta llegar al desván, lleno de sillas y muebles desvencijados, que probablemente se quedarían allí para siempre. Juguetes rotos de los niños, maniquíes de la madre de Alicia, de la época en que “vestía a lo más granado de la sociedad”, como acostumbraba a decir. Uno de los maniquíes, con su calva cabeza colgando de forma antinatural, parecía mirar por la ventana hacia el patio, con sus grandes ojos de yeso descascarado. Treinta metros hacia delante volví a ver el balde, suspendido de la cadena, con un gajo de hiedra balanceándose como un brazo verde. Pero, oh sorpresa: también estaba aquel otro brazo. Y en su lenguaje me estaba llamando otra vez.

*************

Liliana Castro Automóviles

Yo estaba muy cansado, sentía sueño. Bajé las escaleras. Me miré en el reflejo oscuro de un cristal de la ventana: iba a un “rendez vous”. Me peiné. Palpé en el bolsillo el casette de Mahler. Era como llevar algo muy querido al emprender un viaje.

¿Viaje?”, me pregunté. Sería absurdo, ilógico pensar en un viaje al fondo del jardín, o del patio. Ni en una idea de muerte. Aquello nada tenía que ver ni con Eros ni con Thanatos. Al contrario. Yo intuía en todo eso, una nueva forma de vida. Distinta a la que conocía, pero prometía algo de insoslayable belleza. Por eso debía dominar aquel temor y el incómodo temblor en las rodillas. Respiré hondo, percibiendo el olor de algas, menta y lo otro inexpresable, como algo de otros mundos. Nadie cree en ellos, claro. Pero que los hay, los hay… Caminé hacia el aljibe sin mirar hacia atrás. Hice bien, puesto que por distracción, había dejado abiertas puertas y ventanas del frente de la casa.

Llegué junto al brocal. Ahora podía contemplar de cerca esa nueva maravilla: ascendía como llamarada por los hierros artísticamente labrados. Bailaba en cada uno de ellos. Luego descendía por la hiedra en magnífico y artístico conjunto de colores complementarios. La delicia para un pintor potencial, pensé. Giró en el círculo interior del brocal y continuó su descenso en forma de espiral, formando un torbellino de tonos rojizos, añiles y ambarinos. Iluminaba formas, rostros, seres que habitaban allá abajo. Yo siempre presentí que allí habría otros habitantes, aunque supe mantenerme bien callado, prudentemente. Incluso me pareció ver sus brazos, sus caras, sus ojos enormes como los del axolotl cortazariano. Me hacían guiños, me llamaban. Ya era el momento de conocernos cara a cara.

El único acorde disonante lo dio aquella sirena de ambulancia rasgando la noche… Oí pasos apresurados, corridas, fuertes voces, y gritos. Alcancé a arrojar al pozo el casette, como muda ofrenda a lo que había visto… Después, ellos, me tiraron al suelo, me maniataron. Probablemente nuestra vecina, Ulalume -otra de las que me vigilaban y a la que yo había descuidado- fue quien los llamó.

A esa sirena atroz ululando en la noche, la oigo todavía. Me persiguió (y me persigue) hasta a este sitio donde ahora habito: un edificio muy amplio, de modernas líneas, con incontables piezas luminosas, blancas y asépticas, impecablemente limpias. Su director -es médico, según supe- se interesó amablemente por mi historia. Me pidió la pusiera por escrito, para anexarla a una ficha. Solo a eso se debe el hecho de este relato, pues no soy ni poeta ni escritor. Mi nombre es Delmar. “No es necesario que usted ponga su apellido, Delmar”, me dijo el doctor en cuestión. Parecía una orden. Yo obedecí porque siempre mantuve sumisión, y un perfil bajo frente a todas las cosas en la vida.

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