En el amanecer de un día de abril, dos siglos atrás, Juan Antonio Lavalleja, Manuel Oribe y un puñado de compañeros de ideales pusieron pie en la playa de La Agraciada, sembrando así la semilla de lo que poco tiempo después sería la Banda Oriental devenida en un nuevo país, la República Oriental. Eran las barras del día -para emplear una expresión original y bien nuestra- del nacimiento de una nación, que veía la luz con más interrogantes que certezas, casi empujada por las circunstancias a nacer y a comenzar a construir su destino asentado en sus propias fuerzas.
Doscientos años es bien poco tiempo para una nación. Máxime si estamos hablando de un territorio que había conocido sus primeros asentamientos permanentes apenas ciento cincuenta años antes. Sobre todo cuando nos comparamos, como solemos hacerlo, con naciones que poseen miles de años de riquísima historia sobre sus hombros. Pero los orientales somos seres humanos iguales a todos los demás del planeta. Y, por tanto, lo que más nos interesa es saber cómo podemos vivir mejor, aquí y ahora, en las diversas facetas materiales y espirituales que la vida encierra.
Lo que nos conduce a preguntarnos, en estas fechas simbólicas que son una suerte de cruce de caminos: ¿cuánto hemos logrado en este tiempo? Y lo que más nos preocupa, ¿qué debemos hacer hacia adelante?
Veamos primero lo logrado.
En un mundo plagado de conflictos hemos sido capaces de construir una sociedad multicultural. Donde somos “de cada pueblo un paisano”, cada uno orgulloso de sus orígenes, y sin embargo nos apreciamos los unos a los otros de un modo más que razonable, de modo de garantizar una convivencia tolerante y pacífica. No abundan estos ejemplos en el planeta Tierra.
También hemos logrado incrementar y diversificar nuestra producción: séptimo exportador mundial de arroz, quinto de lácteos, noveno de carne bovina, quinto de celulosa de fibra corta, tercero de software per cápita. Y hemos sido capaces de animarnos a competir en el mundo del libre comercio. En los inicios con temor, en los últimos tiempos con confianza creciente, buscando nuevos acuerdos comerciales, cada vez más ambiciosos. Recuerdo bien cuando se firmó el acuerdo del Mercosur, porque en ese entonces presidía el LATU, y nos preocupaba el futuro de muchos sectores. Uno de ellos, el vitivinícola. Pues bien: ese desafío fue el disparador del sorprendente desarrollo de una industria de alta calidad que ha conquistado mercados en todo el mundo.
Todo ello nos ha permitido alcanzar niveles de ingreso, educación, esperanza de vida, desarrollo técnico, corrupción y pobreza, entre otros, que nos alejan del mundo del subdesarrollo y nos ubican al pie del trampolín para saltar hacia el desarrollo pleno. Los indicadores no son más que números. Pero, nos guste o no, reflejan una realidad. La cual, por otra parte, se confirma cuando recibimos visitantes del exterior o tenemos la posibilidad de viajar: Uruguay por lo general sorprende. Y para bien.
Sin embargo, reconozcamos que no hemos logrado encarar ese trampolín con suficiente decisión y energía. Todavía no hemos sido capaces de pegar el salto definitivo, para ingresar al selecto grupo de los países plenamente desarrollados. Los rankings en general nos ubican un poco por encima del lugar 40, entre 200 países, lo que no está nada mal. Pero hay unas treinta naciones que son la élite. Allí queremos estar.
¿Qué nos falta, entonces?
Destaquemos ahora al menos algunas de nuestras carencias. No perder la capacidad de soñar es también una forma de homenajear los ideales de nuestros Fundadores.
En primer lugar, debemos tener claro hacia dónde queremos ir. Barco que no sabe a dónde va, no hay viento que le venga bien, ya lo dijo Séneca. Hay varios ejemplos de países pequeños o medianos exitosos, que nos pueden servir de referencia: Finlandia, Suiza, Austria, Países Bajos, Bélgica, Israel, Nueva Zelanda, Irlanda, son algunos de ellos. No se trata de copiar o imitar. Sino de aprender de sus experiencias exitosas (y de las que no lo fueron), y adaptarlas a nuestra realidad, siempre única. Hay mucho para recoger. Esas experiencias poseen numerosos puntos en común, que señalan un norte a dónde apuntar. Hacia allí debemos orientar nuestros esfuerzos. Y tener claro -y atrevernos a decirlo-, en una América Latina que a menudo antepone la ideología a la realidad, que Cuba, Venezuela y Nicaragua señalan otra dirección muy diferente, con el consecuente resultado.
Ese norte sin duda pasa por el conocimiento y la innovación. Es necesario que la sociedad oriental, en todos sus niveles y en todas sus edades, acumule un conocimiento creciente. Ese es el “gran capital” en el siglo XXI. Un joven con educación adecuada se abrirá camino, tarde o temprano, cualquiera sea su condición social. Una persona de edad mediana o mayor, bien formada, logrará mantenerse al día con las exigencias siempre cambiantes de su ocupación, o incluso iniciar una nueva actividad, de resultarle necesario o conveniente. Quien desempeña una función relevante, en el ámbito público y de gobierno, o en el mundo empresarial, podrá desempeñar mucho mejor su tarea, adelantarse a los tiempos, proponer iniciativas novedosas, en la medida que tenga un panorama claro de los avances del conocimiento en el campo vinculado con su actividad. Podríamos aportar infinidad de ejemplos prácticos. La clave siempre está allí. Y no nos referimos tan solo a la educación curricular, esencial, a la que todos los ciudadanos debemos acceder. Sino asimismo a las innumerables oportunidades de formación complementaria que el mundo actual nos ofrece. Conocimiento e innovación son dos de las claves del progreso en el mundo contemporáneo. Pero mencionaremos una más.
Nuestro país ha estado entre los pioneros en reconocer la importancia de toda persona en el desarrollo productivo, cualquiera sea su ubicación jerárquica o su nivel social. Reconocimiento en el campo legal y, en muchas ocasiones, en el económico. Desde los tiempos en que campeaba el “naides es más que naides”, que admiró a Hudson a mediados del siglo diecinueve, hasta la activa aplicación de políticas de calidad al interior de las organizaciones, que ponen en valor y reconocen la importancia de cada uno de los colaboradores. Pero hay una excepción. Nuestra sociedad a menudo mira con escaso entusiasmo -cuando no con recelo, sospecha o envidia-, a quien emprende una nueva actividad, o le da un giro copernicano a una actividad existente para proyectarla a los nuevos tiempos. “No te compliques”, “¿Para qué te vas a meter en eso?” y frases similares se han vuelto parte de nuestro lenguaje habitual. Este es un problema importante. El emprendedor no es alentado y reconocido por la sociedad. No somos conscientes de que el conocimiento y la capacidad de innovación, por si solos, no alcanzan. Son una condición necesaria, pero no suficiente. Necesitamos quienes los traduzcan en iniciativas y actividades concretas. En todo el vasto campo del quehacer humano. Se trate de un proyecto agropecuario, comercial, industrial o cultural. Por tanto, en esto tenemos que “cambiar el chip”. No hay alternativa.
En definitiva: conocimiento, innovación, capacidad de realización.
En todos los campos. Y sin temor.
Allí tenemos que apostar. Es el trampolín que nos llevará a los mejores mañanas.