Juan Manuel Echagüe nació en Puntas de Valentín en 1978. Su niñez transcurrió en varias localidades y escuelas del interior de Salto. Luego de cursar el Liceo de Rincón de Valentín, gracias a sacerdotes afincados en Colonia Lavalleja pudo acceder a un hogar estudiantil en Montevideo, adonde se fue a vivir para poder estudiar Comunicación. Allí comprobó las dificultades de los jóvenes que llegan del interior del país, y más, del interior profundo (pequeños pueblos o campo). Así que decidió fundar el Proyecto Puente, que se dedica precisamente a brindar este apoyo. Además, permanentemente colabora con electrodomésticos (entre otros recursos) para escuelas y liceos rurales (no solo de Salto). Juan Manuel llegó a Salto hace unos días y quiso dejarnos un libro de cuentos escrito por él. Se llama “Cuentos del Pedregal”, es del año 2021, y hoy ofrecemos uno de ellos:
DOÑA LIBERATA Y EL LOBISÓN
El linyera golpeó la puerta de doña Liberata pasadas las diez de la noche. Hora inoportuna para los que conocen las costumbres de la gente de campo. Y es que a esa hora ya se duerme desde hace mucho rato. Pero también es sabido que allí no se le niega la quedada a nadie, ni mucho menos algo caliente para calmar el frío cruel de la campaña salteña.
-¿Quién anda ahí?
-Buenas noches, doña. Me agarró la tardecita en el campo y no me dio pa llegar a ningún pueblo. Quería saber con todo respeto si hay lugar pa tirar mis trapos viejos y dormir un rato hasta que aclare. -Bueno, la sopa ya está fría. Va a tener que esperar que apronte un plato, como pa calentar el garguero, y después ya se puede acostar en la pieza del fondo. Eso sí, pa la próxima, si llega a esta hora, olvídese de la comida. No son horas de llegar a una casa decente, ¿sabe?
-Tiene razón, vecina. Pero fue la primera casa que encontré en el medio de la oscuridad del campo. Sepa disculparme.
-Bueno, deje de charla y pase que se me congelan los pieses.
Doña Liberata, acostumbrada a tratar con gente por su añejo oficio de curandera, sabía cómo tratar a conocidos y extraños. Tenía el roce social suficiente como para ponerle los puntos sobre las ies a todo el que procediera de una forma poco correcta, por lo que no temía recibir gente en su rancho si se acercaba alguien con este pedido. Además, eso allí era muy frecuente y no había por qué temer. Y mientras la vieja curandera calentaba la sopa y preparaba la mesa comenzó un tenso diálogo, aunque nada diferente al que se da entre dos desconocidos que se encuentran por alguna circunstancia de la vida y deben necesariamente entablar una conversación.
-¿Y usted a qué se dedica? -preguntó el linyera a la hacendosa anfitriona.
-Soy la curandera del pueblo – sentenció Liberata, marcando así distancia de su huésped debido al respeto que impone esta tarea entre los habitantes de la campaña profunda.
-Aaah. Qué bueno saberlo. Tal vez me pueda ayudar entonces. Ando con acha- ques desde hace un tiempo.
-¿Y qué le pasa?
-Este brazo, mire. No puedo hacer fuerza con él. Mire, a este lo levanto hasta arriba. Pero con este otro… Y el linyera hacía movimientos con ambos brazos, para que la curandera viera la diferencia en la capacidad de uno y de otro.
-Ya le voy diciendo que es la edad nomás, don. Y yo receta pa la eterna juventud no tengo. Así que vaya acostumbrándose.
-Y ya que sabe tanto – respondió el linyera, algo ofuscado por el desaire- ¿cómo explica usted que el otro brazo no me duele, siendo que tienen los dos la misma edad?
Y doña Liberata quedó sin respuesta, cosa que no solía sucederle.
Eran las cinco de la mañana cuando el viejo escuchó ruidos de tachos. La dueña de casa ya se encontraba dando inicio a las actividades del día. Apartaba las ollas viejas para ordeñar la lechera que le había regalado una familia, luego de que en una sola sesión echara a un fantasma del rancho en el que vivían. Se decía que aquel espíritu tenía a la familia asolada desde hacía meses. Y por virtud de doña Liberata, la casa quedó limpia en cuestión de horas.
El enigmático visitante se presentó con sus maletas prontas a dar las gracias y dispuesto a seguir su camino hacia alguna estancia donde pudiera quedarse algunos días. El linyera, como se lo conoce en el campo, carece del estigma con el que carga tal denominación en la ciudad. Es un obrero, momentáneamente desocupado y sin domicilio fijo, que deambula por las estancias tratando de conseguir alojamiento temporal, en general hasta que consigue alguna changa o trabajo estable. Es lo más parecido a repartir curriculum vitae que tenemos en la campaña. De modo que no es un personaje para nada indigno.
Hasta ahora nadie sabe cómo fue que aquel linyera terminó viviendo con doña Libera- ta. No se sabe si fue amor a primera vista, química, pura piel o simplemente necesidad de compañía. Lo cierto es que por mucho tiempo no se separaron. El otrora linyera acompañó a la curandera a todas sus diligencias relacionadas con su oficio. Tanto, que en unos meses ya se convirtió en su partener. La asistió en todo. Juntaba yuyos, iba a la parroquia del pueblo a buscar agua bendita, le preparaba el caballo cuando había alguna urgencia, ayudaba a reducir al Nazareno (el hombre lobo del pueblo) y se dedicaba a los quehaceres de la casa. Doña Liberata, a pesar de la fidelidad que le demostraba aquel hombre, siempre supo marcarle su lugar. Tal vez por una cuestión de respeto al oficio, o tal vez por simple celo profesional.
Una vez, en verano, pasaron a buscar de urgencia a doña Liberata para llevarla hasta la estancia El Pedregal, ya que tenían al casero con unos dolores de panza insoportables. El coro ensordecedor de las chicharras del monte eran presagio de un calor abrumador que no cesaría, como en general pasa en los veranos del norte. Pero a pesar de ello, allá fueron Doña Liberata, su asistente y el guri que había ido por ellos con la noticia del doliente.
Cuando llegaron a la estancia encontraron al casero en un estado lamentable, al borde de colapsar a causa del dolor de panza. El protocolo para asistir a alguien con dolor de panza era más o menos el mismo en todos los casos. Si era un niño, en general, el diagnóstico era «empacho», y el procedimiento, «tirar el cuerito», con posterior recomendación de diferentes yuyos a consumir. En los adultos, casi siempre era ataque de hígado, algún santiguado rápido para aliviar dolores, recomendación de dieta y receta de yuyos para aplacar la dolencia. De modo que, al tomar contacto con el paciente, mientras la curandera le comenzó a hacer las preguntas de rigor, su asistente empezó a preparar los implementos necesarios para la cura. A esta altura, este hombre ya se estaba poniendo baqueano en la tarea de curandería y no necesitaba indicaciones para llevar a cabo el trabajo que se le encomendó.
-¿Algo que haya tomado o comido, paisano?
-Nada fuera de lo normal, doña. Un par de lechones y diez litros de vino el fin de semana…
-Mire usted, ¿así que pa usted comerse un par de lechones es normal?
-Bueno, es una forma de decir, doña. Pasa que tuvimos campeonato de taba con los peones de otra estancia y el trofeo eran dos lechones y una damajuana de vino Así que ni bien llegamos arrancamos con la preparada. Estuvimos de comilona toda la noche.
-Y de seguro que ni esperaron a que enfriara.
-No, doña. Lo comimos caliente nomás.
-Y sí, es como yo siempre digo: «la culpa no la tiene el chancho….
-Si, ya sé, «…sino el que le rasca el lomo».
-No, mijo. Nadie se agarra un ataque de hígado por rascarle el lomo a un chan- cho. Entre los curanderos solemos decir: «la culpa no la tiene el chancho, sino el que lo come caliente». Bueno, don, lamento informarle que, como decía la finada mi madre, cuando el hígado se resiente, todo el cuerpo anda mal». Cosas de la naturaleza, ¿vio? Así que por un par de días va a estar así nomás, dolorido. Pero con un té de cardo y palma imperial tres veces por día, va a ver cómo va mejorando y se le van a ir pasando los dolores. Eso sí, solo agua de arroz y mucha cama.
-Bueno doña, no creo que pueda complacerla. A esta edad y con estos dolores, pedirme mucha cama a mí, ¿no le parece un poco mucho?
-Pero no sea mal pensao, viejo verde. Me refiero a que tiene que hacer reposo y levantarse solo en caso de necesidad.
-Ah, bueno, disculpe.
Esta vez, terminada la tarea de curandería, doña Liberata recibió una buena paga por parte del capataz de la estancia. La razón: el casero convaleciente era muy responsable, cumplidor y sumamente querido por el resto de la peonada. Así que el encargado no escatimó en agradecimientos hacia la mujer vieja. Pero mientras ella estaba totalmente entregada a su profesión de aliviar males nunca se percató de algo que estaba sucediendo a solo metros de ella y que cambiaría su vida de allí en más. Su asistente, luego de prepararle los adminículos necesarios para su trabajo de curación, se puso a coquetear e intentar seducir a la cocinera de la estancia, una solterona entrada en años que a pesar de ello mantenía sus encantos de juventud. Por esos días cubría una licencia de la mujer del capataz, quien en realidad era la cocinera oficial. Al igual que en su momento lo hiciera con doña Liberata, al hombre no le llevó más de unos cuantos minutos encantar a su nuevo amor, luego de hacer uso de sus dotes para la seducción. Y allí nomás, al mismo tiempo que le pedía el divorcio a una, le juraba amor eterno a la otra. Si bien es cierto que aquella veterana cocinera era conocida por su especial personalidad, nadie en la zona imaginó que su audacia llegaría a dejarse encantar por el mismísimo compañero de la venerada curandera del pueblo.
-Como decía la finada mi madre: «peor que enamorarse, es acostumbrarse»- no paraba de repetirse para sus adentros, mientras se volvía a su rancho llevando de tiro al caballo del exlinyera, a quien hospedó con gusto en su momento y que acababa de dejarla por otra mujer. En ese momento empezó a tomar conciencia de que, en realidad, más que enamorada estaba acostumbrada a aquel compañero de camino. Y volviendo sola, tirando un caballo sin jinete, era una imagen difícil de digerir para alguien que justamente se había acostumbrado a la compañía de un hombre.
A doña Liberata no le llevó mucho tiempo elaborar el duelo. Los más veteranos de la zona aseguran que, tal vez por despecho, o tal vez por simple resiliencia, nunca más se la oyó hablar de aquel, su primer y único amor.
Respecto a aquel hombre, hasta hoy nadie sabe qué fue lo que provocó que terminara tomando tan drástica decisión. Algunos lo atribuyen al guiso de porotos que estaba preparando la cocinera de la estancia justo el día que llegaron la curandera y su asistente. El exlinyera lo habría probado y habría quedado obnubilado. Otros, a su vez, rumorean que el hombre tenía conocimiento de lo bien que le quedaba el cordero estofado, y que todo aquel episodio de la enfermedad fue armado entre el linyera, el casero y uno de los peones para provocar el encuentro entre los dos tortolitos y así poder degustar de por vida los manjares que solo aquella mujer sabía hacer. Pero claro, eso nunca se podrá comprobar, y seguramente sea una mera consecuencia de esa tendencia que tenemos los seres humanos a refugiarnos en terrenos conspirativos para no dejarnos interpelar demasiado por los hechos que nos rodean.