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jueves, agosto 7, 2025
Columnas De Opinión
Alejandro Irache
Alejandro Irache
Licenciado en Psicología por la Universidad de la República(UDELAR). Habilitado por el Ministerio de Salud Pública (MSP). Atiendo a adolescentes y adultos, con foco en procesos de angustia, depresión y crisisexistenciales. He complementado mi formación con estudios en psicología laboral, selección de personal IT, psicología del deporte y salud mental grave,realizados en la Universidad de Palermo y en el Centro Ulloa (2024).

Del individuo a la masa: cómo nos transforma lo colectivo

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La influencia social es un fenómeno complejo en el que las opiniones, normas y comportamientos de un grupo influyen decisivamente en cada individuo. Desde la psicología social se distingue entre influencia normativa (querer pertenecer al grupo) e influencia informacional (lleva a las personas a conformarse, creyendo que el grupo posee información competente y correcta) El psicólogo Serge Moscovici explicaba que cuando participamos de un entorno social, nuestra mente no opera en aislamiento: incorporamos esquemas colectivos que nos ayudan a entender la realidad y nos impulsan a comportarnos de acuerdo a ellos.

Psicología de las masas y desindividualización

Gustave Le Bon (1895), pionero de la psicología social, estudiaba cómo el “alma de las masas” difiere de la del individuo aislado. Según Le Bon, “la masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado”, pero emocionalmente puede ser mejor o peor según cómo sea sugestionada. En la masa desaparece la autoconciencia personal: el individuo se vuelve una “célula” subordinada al grupo. En esencia, “la unidad mental de las masas” se caracteriza por el «desvanecimiento de la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en un único sentido».

La experiencia histórica está llena de ejemplos: multitudes que arman revueltas o sacrifican privilegios sin que sus miembros individuales lo harían. Le Bon escribió que “hemos entrado en la era de las masas” donde su irrupción legal en la política tiene “consecuencias inquietantes” porque su dominio suele representar «una fase de desórdenes».

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El fenómeno de desindividualización se ha estudiado experimentalmente. El experimento de la prisión de Stanford (1971) dirigido por Philip Zimbardo (2007) demostró que voluntarios sanos y conscientes, al asumir roles con uniformes anónimos, perdían su personalidad propia y cometían abusos impensables en condiciones normales. Los prisioneros, rapados y vestidos con batas que les quitaban hasta el nombre, entraron en un estado de “anonimato de la masa”, angustioso y deshumanizante. De forma similar, hoy las redes sociales ofrecen máscaras anónimas donde el anonimato en línea favorece la pérdida de inhibiciones y conductas antinormativas, como insultos o acoso (trolleo). La desindividualización conduce a ver a los demás como objetos: «el ser humano desindividualizado no solo pierde su consciencia como persona, sino que considera a sus semejantes en los mismos términos; les sustrae su humanidad, les cosifica». En definitiva, la pertenencia a un grupo anónimo puede diluir la responsabilidad individual y propiciar comportamientos extremos.

Obediencia a la autoridad y rendición de la conciencia

Los experimentos clásicos de Milgram y otros muestran que incluso sin uniformes ni multitud explícita, la presión social y la autoridad pueden transformar a la persona. Stanley Milgram (1974) interrogó a sujetos sobre su disposición a infligir castigos (falsas descargas eléctricas) siguiendo órdenes de un investigador con bata blanca. Los resultados fueron contundentes: el 65 % de los participantes obedeció hasta el voltaje máximo permitido, a pesar de oír los “gritos” del supuesto afectado. Milgram concluyó que cuando el individuo obedece la autoridad, a menudo abdica de su responsabilidad moral. Este experimento ilustra cómo la estructura de roles y la autoridad pueden someter la conciencia individual: en contextos grupales jerárquicos (una prisión, un experimento, un ejército), la persona tiende a convertirse en “eslabón” que sigue órdenes cegado por la fuerza colectiva de la autoridad. Estos estudios refuerzan la idea de que el entorno social –roles, status, anonimato– configura drásticamente nuestras acciones, incluso contra nuestros propios valores.

Polarización y cámaras de eco en la era digital

En la actualidad, las dinámicas colectivas ocurren también en Internet. Las redes sociales funcionan como amplificadores de emociones grupales: algoritmos y burbujas informativas pueden intensificar la polarización entre usuarios. Sin embargo, investigaciones recientes han mostrado resultados sorprendentes: Pablo Barberá (2015) resume evidencia indicando que los ciudadanos más informados y politizados son a veces más proclives a polarizarse en línea. En otras palabras, las “cámaras de eco” digitales no manipulan solo a poblaciones ignorantes; incluso quienes tienen alto nivel educativo pueden filtrar selectivamente la información que confirma sus creencias, rechazando lo contrario.

Lo que sí es claro es que las redes sociales facilitan la polarización afectiva: odiar o temer al “otro” en bloques políticos opuestos. Ante noticias falsas, discursos extremistas o contenido incendiario, cada grupo tiende a cerrar filas con sus pares y demonizar a los contrarios. Nos preocupan fenómenos como la desinformación viral, la aparición de “cámaras de eco” que impiden el diálogo transversal, y la amplificación de discursos que incitan al odio o la violencia. En síntesis, la masa digital —tal como la real— puede polarizar la opinión pública: frente a un problema complejo, la influencia mutua de los seguidores de cada bando hace crecer las diferencias, a menudo más emocionalmente que ideológicamente.

Fanatismo: fervor y prejuicio colectivos

El fanatismo es un ejemplo dramático de cómo lo colectivo puede reconfigurar la psicología individual. El fanático exhibe una adhesión pasional e incondicional a una causa o líder; su pensamiento se vuelve rígido e impermeable a la razón. Psicológicamente, el fanatismo se define por una defensa extrema e irracional de un asunto, intolerante a cualquier cuestionamiento. Su existencia no es un fenómeno nuevo –filósofos clásicos ya debatían sobre el poder de las ideas inamovibles– pero hoy encuentra cauces masivos en ideologías religiosas, políticas o incluso deportivas.

Cuando un individuo cae en el fanatismo, su grupo de pertenencia adquiere centralidad absoluta en su vida: «el fanático llega a transformar por completo sus costumbres y su cotidianidad, con el fin de entregar su vida a la causa». En su mente, los demás siempre están equivocados y todas las críticas hacia el grupo se reinterpretan perversamente. Los propios fanáticos suelen etiquetar a sus críticos como “enemigos” o “herejes”, justificando hostilidad y hasta violencia contra ellos. Esto refuerza la separación entre endogrupo (los suyos) y exogrupo (los demás), generando distancias insalvables y un ciclo de radicalización. Ejemplos actuales son los extremismos políticos y sectas en redes sociales: pequeñas comunidades en línea que se convencen mutuamente de verdades absolutas llevan a miembros a abandonar la moderación y estigmatizar a cualquiera con ideas opuestas. El fanatismo, en resumen, surge de la dinámica colectiva que eleva la fe ciega y suprime la autocrítica, convirtiendo a la masa afectiva en un agente de prejuicio y violencia.

Anonimato en la red: la paradoja del troll

Las plataformas digitales introducen un nuevo factor: el anonimato. Estudios y relatos recientes ponen de manifiesto la paradoja de lo anónimo en Internet. Bajo un nick se disuelve la identidad personal al asumir contenidos incendiarios: el usuario anónimo busca precisamente perderse en la masa para desatar opiniones provocadoras sin asumir consecuencias. Cuando la única meta es la controversia y la rabia verbal, muchos personajes en línea pretenden deliberadamente el anonimato como fin, no sólo como resultado. Esto explica por qué surgen trolls que publican consignas racistas o misóginas con total crueldad: el anonimato convierte al individuo en “voz anónima de la muchedumbre”, despreciando la empatía.

En términos sociales, Internet ofrece “grupo” e “identidad masiva” al instante: hashtags de moda o foros cerrados reúnen comportamientos colectivos sin rostro. Investigaciones sugieren que la desindividualización en la red conduce a un aumento de «conductas antinormativas» y de cosificación del otro. No es casualidad que estudios clásicos –como el propio Zimbardo en Stanford– señalen que la pertenencia anónima a un grupo “muy grande” (el Sistema) genera comportamientos agresivos que no se habrían dado de otra manera. En consecuencia, el anonimato en línea tiende a exacerbar lo peor del colectivo: permite una ultra-conformidad al “espíritu de grupo virtual” acompañado de la deshumanización de quienes no participan de él.

Poder, vigilancia y subjetividad

En la tradición crítica, pensadores como Michel Foucault y Jacques Derrida ofrecen marcos para entender cómo “lo social” nos configura. Foucault (1977) describió cómo la modernidad disciplinaria ha implantado mecanismos de vigilancia omnipresentes (el “panóptico”) que moldean el comportamiento individual. Según Foucault, hemos sido inmersos en «una sociedad disciplinaria que controla el comportamiento de sus miembros mediante la imposición de la vigilancia». Así, el poder actúa no solo a través de leyes visibles sino también por la mera creencia de que somos observados; esto hace que muchos ajusten su conducta sin necesidad de coacción explícita. En la era digital estas ideas se desdibujan por el anonimato o la inconciencia de los usuarios al no saber que nuestras acciones en línea quedan rastreadas por la “huella digital”.

Derrida (1976), por su parte, subrayó que incluso nuestra identidad aparente es construida mediante el lenguaje y la cultura compartida. Aunque Derrida no habló directamente de multitudes, su crítica de la identidad sugiere que el “yo” está siempre inscrito en una red de signos colectivos. En este sentido, cuando actuamos como masa (o con mentalidad de masa), estamos interpretando roles dados por discursos históricos y mediáticos, no actuando de manera pre-social.

En conjunto, estas visiones indican que el paso del individuo a la masa no es mera sociabilidad superficial, sino una reconfiguración profunda de la subjetividad. El individuo se convierte en parte de un sistema mayor (sea el “pueblo”, la red, o la opinión pública) que redistribuye el poder, la responsabilidad y la verdad entre todos. Como escribió Le Bon, todo “depende del modo en que [la masa] sea sugestionada”: el colectivo puede tanto elevar como degradar la conducta humana. Lo que queda claro es que no somos simples seres aislados: vivimos inmersos en redes de significado y poder donde cada grupo al que pertenecemos nos transforma. Entender estas dinámicas, desde los fanatismos hasta las dinámicas de Internet, es clave para proteger la autonomía individual y fomentar colectivos más críticos y justos.

Recursos adicionales

📘 Libro recomendado: La multitud: un estudio de la mentalidad popular – Gustave Le Bon
Publicado en 1895, este clásico de la psicología social analiza cómo los individuos, al integrarse en una masa, tienden a perder su juicio crítico y a comportarse de forma impulsiva, emocional y a veces irracional. Le Bon describe los mecanismos de sugestión, contagio emocional y liderazgo que modelan el comportamiento colectivo, sentando las bases para posteriores teorías sobre influencia social y propaganda.

📺 Documental: HyperNormalisation (2016, Adam Curtis) Un ensayo visual que explica cómo gobiernos, corporaciones y medios han creado una realidad simplificada para mantener el control social, debilitando el pensamiento crítico colectivo.

🎬 Película: The Experiment (2010, dir. Paul Scheuring) / The Stanford Prison Experiment (2015, dir. Kyle Patrick Alvarez)
Ambas películas, inspiradas en el experimento de prisión de Stanford de Philip Zimbardo, retratan cómo la dinámica grupal, el poder y el contexto pueden transformar la conducta individual de manera radical. Muestran cómo la autoridad y las jerarquías dentro de un colectivo pueden desencadenar comportamientos abusivos, sumisión y pérdida de la identidad personal.

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