Barak Obama: del poder y la seducción

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    Todo indica que Obama insistirá en su narrativa de diálogo, en su convicción de que hay más cosas que unen a los estadounidenses que lo que los separa
    Barack Hussein Obama irrumpió en el escenario político estadounidense como un huracán de esperanza. Hijo de un africano, de la etnia de los lúo, en Kenia, y de una mujer blanca del estado de Kansas, fue electo senador en 2004 por el estado de Illinois y dio el primero de sus discursos históricos ese año, en la Convención del Partido Demócrata. Su voz conmovió al país con la historia de un hijo de inmigrante y también afroamericano, que solo en un país de la grandeza de Estados Unidos podía pretender un escaño en el Senado. Su candidato, John Kerry, perdió las elecciones, pero había aparecido una nueva estrella en el firmamento demócrata.
    Su campaña en 2008 inspiró a millones. Blancos, negros, hispanos, mujeres, pobres, clase media y hasta buena parte de los millonarios del país fueron seducidos por su mensaje que hablaba de los Estados Unidos de América como un país de voluntad firme y sueños de libertad y prosperidad. Prometió cambiar la política en Washington y acercar a republicanos y demócratas; insistió en que la nación tenía muchas más cosas en común que las que la dividía, prometió crear un sistema de salud universal, retirarse de Irak, acabar con la práctica de la tortura en las cárceles más o menos clandestinas del Ejército estadounidense, y restablecer la imagen del país como ejemplo de libertad y democracia en el mundo. Prometió revitalizar la industria nacional, crear empleos, fortalecer la educación y la clase media. Prometió buscar y castigar a los responsables de los atentados del 11 de setiembre de 2001, Al Qaeda y su jefe, el esquivo Osama bin Laden. Prometió liderar a Estados Unidos en la reconquista de su antiguo esplendor. Prometió muchas cosas.
    El electorado estadounidense se dejó seducir por ese discurso, por esa ambición. Pero no fue solo el fondo lo que los cautivó sino también la forma. La sonrisa, la elegancia, el timbre de la voz, la elección del vocabulario y la calma con que afrontaba los problemas que parecían devastadores: el estallido del sistema financiero, la caída del mercado inmobiliario, el inicio de la recesión, el odio,el enfrentamiento, la decadencia de la nación más poderosa del mundo, que veía amenazado ese poder. Obama se ocupaba de recordar la rebeldía del pueblo estadounidense y sus dirigentes, que habían salido fortalecidos de cada crisis.
    El 20 de enero de 2009, cuando Barack Obama asumió como el 44º presidente de Estados Unidos, las expectativas eran siderales. Parecía que todos, arriadas las banderas, estaban dispuestos a marchar junto a ese líder tan carismático en pos del bien común.
    Entonces la realidad fue descendiendo, implacable, sobre las cosas. La primera gran batalla que dio el presidente fue la ley de la salud, y la resistencia fue de una ferocidad inconcebible. Los demócratas tenían mayoría en ambas cámaras e incluso una supermayoría en el Senado, que impedía cualquier traba para pasar la legislación.
    Sin embargo, la ley fue bombardeada por un batería ultraconservadora de radio, televisión e internet, y también por la presencia de supuestos representantes del pueblo, en cada encuentro de los legisladores demócratas para promover la nueva ley. Se empezó a hablar de que el estado iba a decidir sobre la vida y la muerte de las personas, que le iban a desconectar los tubos a los ancianos en los hospitales, que iban a obligar a la gente a abandonar los servicios de salud que tenían para someterse a la arbitrariedad de un estado opresor.

    Todo indica que Obama insistirá en su narrativa de diálogo, en su convicción de que hay más cosas que unen a los estadounidenses que lo que los separa

    Barack Hussein Obama irrumpió en el escenario político estadounidense como un huracán de esperanza. Hijo de un africano, de la etnia de los lúo, en Kenia, y de una mujer blanca del estado de Kansas, fue electo senador en 2004 por el estado de Illinois y dio el primero de sus discursos históricos ese año, en la Convención del Partido Demócrata. Su voz conmovió al país con la historia de un hijo de inmigrante y también afroamericano, que solo en un país de la grandeza de Estados Unidos podía pretender un escaño en el Senado. Su candidato, John Kerry, perdió las elecciones, pero había aparecido una nueva estrella en el firmamento demócrata.

    Su campaña en 2008 inspiró a millones. Blancos, negros, hispanos, mujeres, pobres, clase media y hasta buena parte de los millonarios del país fueron seducidos por su mensaje que hablaba de los Estados Unidos de América como un país de voluntad firme y sueños de libertad y prosperidad. Prometió cambiar la política en Washington y acercar a republicanos y demócratas; insistió en que la nación tenía muchas más cosas en común que las que la dividía, prometió crear un sistema de salud universal, retirarse de Irak, acabar con la práctica de la tortura en las cárceles más o menos clandestinas del Ejército estadounidense, y restablecer la imagen del país como ejemplo de libertad y democracia en el mundo. Prometió revitalizar la industria nacional, crear empleos, fortalecer la educación y la clase media. Prometió buscar y castigar a los responsables de los atentados del 11 de setiembre de 2001, Al Qaeda y su jefe, el esquivo Osama bin Laden. Prometió liderar a Estados Unidos en la reconquista de su antiguo esplendor. Prometió muchas cosas.

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    El electorado estadounidense se dejó seducir por ese discurso, por esa ambición. Pero no fue solo el fondo lo que los cautivó sino también la forma. La sonrisa, la elegancia, el timbre de la voz, la elección del vocabulario y la calma con que afrontaba los problemas que parecían devastadores: el estallido del sistema financiero, la caída del mercado inmobiliario, el inicio de la recesión, el odio,el enfrentamiento, la decadencia de la nación más poderosa del mundo, que veía amenazado ese poder. Obama se ocupaba de recordar la rebeldía del pueblo estadounidense y sus dirigentes, que habían salido fortalecidos de cada crisis.

    El 20 de enero de 2009, cuando Barack Obama asumió como el 44º presidente de Estados Unidos, las expectativas eran siderales. Parecía que todos, arriadas las banderas, estaban dispuestos a marchar junto a ese líder tan carismático en pos del bien común.

    Entonces la realidad fue descendiendo, implacable, sobre las cosas. La primera gran batalla que dio el presidente fue la ley de la salud, y la resistencia fue de una ferocidad inconcebible. Los demócratas tenían mayoría en ambas cámaras e incluso una supermayoría en el Senado, que impedía cualquier traba para pasar la legislación.

    Sin embargo, la ley fue bombardeada por un batería ultraconservadora de radio, televisión e internet, y también por la presencia de supuestos representantes del pueblo, en cada encuentro de los legisladores demócratas para promover la nueva ley. Se empezó a hablar de que el estado iba a decidir sobre la vida y la muerte de las personas, que le iban a desconectar los tubos a los ancianos en los hospitales, que iban a obligar a la gente a abandonar los servicios de salud que tenían para someterse a la arbitrariedad de un estado opresor.

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