Sus compañeros habían muerto en el mar. Él naufragó sobre la quilla del barco partido y por ventura de los vientos llegó a la isla de Calipso. Ella le curó las heridas, le dio alimento y lo tomó de amante. Para retenerlo le prometió la inmortalidad, juventud eterna. Pero él era más fiel que todos, quizás más fiel que su esposa, y quería regresar a la casa.
Resignada ante la indeclinable decisión, Calipso le dio instrucciones para construir una balsa. Él cortó veinte árboles, pulió los troncos y los ensambló. Al cuarto día de trabajo, levantó el mástil, ató velas improvisadas. Ella le dejó a bordo un odre con vino, otro con agua, alimentos. Se despidieron con una noche de amor.
Él se izo al mar. Navegó diecisiete días con sus noches. Al siguiente, vio montañas a lo lejos. Creyó que pronto llegaría a ellas, pero las tormentas provocaron remolinos y el mar hizo crujir la balsa hasta que la partió. Nadó hacia la orilla y, favorecido otra vez por los vientos, alcanzó el curso de un río y se tumbó en la arena. Pasó la noche bajo un árbol, sobre una cama armada con hojarascas.
A la mañana lo despertaron voces de muchachas. Cubierta la desnudez con ramas, él se acercó. Ellas se espantaron al ver aquel hombre desfigurado por las heridas y el salitre. Sin embargo, una muchacha lo esperó. Él le contó de su interminable viaje, de sus compañeros muertos en el mar; pidió ayuda. Ella se la concedió y, con el fin de evitar habladurías en la ciudad, le dio indicaciones para que llegara a la casa de su padre.
Había una cena. Él entró y suplicó a los anfitriones que lo ayudaran a regresar a su patria, «desde hace tiempo padezco pesares lejos de los míos», agregó.
Lo tomaron de huésped, le hicieron un lugar en la mesa, le sirvieron dulce vino, manjares. Él relató su historia de guerras y viajes. Los hombres de aquella ciudad eran hospitalarios y le aseguraron el retorno.
Al día siguiente prepararon la nave y lo agasajaron con un banquete animado por un cantor, un aedo. Luego, los muchachos del pueblo compitieron en juegos atléticos en honor al huésped. Un inmenso gentío acompañó el certamen. Los jóvenes eran fuertes, soberbios, con nombres que hoy resultan extraños: Clitoneo, quien mostró ser el más veloz en las carreras, Euríalo, vencedor en lucha libre, Anfíalo, quien superó a todos en el salto, Elatreo, aventajado en el tiro de disco, Laodamante, potente e invicto boxeador. Finalizadas las competencias, Laodamante propuso que el extranjero participara en los juegos. Éste se excusó, explicó que estaba agotado por los viajes, «más me asaltan en mi mente las penas que los juegos», advirtió. Pero los muchachos no lo comprendieron y subieron el desafío. Euríalo, por ejemplo, le dijo que no le veía aspecto de atleta, sino de mercader. Hubo sonrisas, guiños, muecas.
El huésped lamentó la injuria, pero no se arrugó. «Aunque he sufrido muchos males, participaré de los juegos. Tu discurso despertó mi coraje y me has provocado con tus palabras», replicó y avanzó hacia la pista. Tomó el disco más pesado y grande y, con giros de un discóbolo, lo lanzó por encima de las cabezas hasta un punto inalcanzable para aquellos atletas.
Hubo un clamor y un extendido silencio.
«Cualquier otro a quien su ánimo y su corazón le impulsen, venga aquí y póngame a prueba, con los puños o la lucha, o bien en la carrera. No me rehúso a nada», exclamó el huésped.
Ninguno dio un paso adelante. Entonces terció el dueño de casa, el rey Alcínoo, y llamó al canto y al baile en honor del extranjero. Continuaron los festejos, luego se hicieron los regalos de estilo. A instancia de Alcínoo, Euríalo, quien antes había ofendido, le entregó al huésped una espada de bronce con empuñadura de plata y vaina de marfil.
Antes de la partida, las esclavas lo bañaron en agua caliente, lo ungieron de aceite y lo vistieron con túnica y manto. Él quería partir, pero le ofrecieron un nuevo banquete. Volvió el aedo acompañado de la lira y cantó la historia del caballo de madera con los guerreros ocultos en el vientre.
Entonces el huésped lloró. Aquella historia le pertenecía. Él era Odiseo, él había combatido y conquistado Troya, luego había andado errante por los mares. Diez años de guerra, otros tantos de viajes. Era hora de volver. Un barco se mecía en la orilla del mar.
Y en la Itaca lejana lo esperaba Penélope, su hijo Telémaco, y el arco que sólo su fuerza era capaz de torcer.
Cartapacio
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