Alberto Souza es un maestro jubilado de 85 años de edad que por treinta años fue el Director de la Escuela Rural de Palomas N° 22, y quiso compartir con nuestros lectores la historia que escribió de cómo encontró en su terreno una piedra con la forma de Uruguay, que tiene la expectativa de venderla para que con su producido, pueda realizar una reunión familiar.

HISTORIA DE LA PIEDRA
“En el año 1974 compré un terrenito de 273 m2, en una parte unida a mi terreno en el fondo, sin salida a ninguna calle, que la intendencia anexó al mío. Lo único que tenía era un árbol de limonero con más de cincuenta años. El que me vendió el terreno fue mi suegro, quien me dijo que le pagara como pudiera y el día que terminara firmábamos la escritura, y así fue.
Como era un terreno en pleno abandono, comencé por limpiarlo poco a poco, después levanté unos canteros para verduras, principalmente cebolla y maíz para choclo y comencé a plantar árboles frutales, mandarinos, naranjo común y de ombligo, ciruelo, guayabo, limoneros, pomelo, lima, pitanga, etcétera. Con los años, algunos se fueron renovando. De los tres limoneros que planté en 1975, entre dos de estos planté un naranjo de ombligo, cada uno a distancia de cuatro metros aproximadamente.
Fueron creciendo rápidamente, a los tres años ya tenían frutos. Nunca descuidé la abonada de los mismos, comprando abono 15-15 y animal que traía de Palomas, zona de la Escuela Rural N° 22, donde trabajé como Maestro Director durante treinta años. Estos árboles cada vez tomaban más altura y con los años las ramas laterales comenzaron a tocar los limoneros, pero siempre realizaba algunas podas y se llenaban de frutos.

El naranjo cada vez más alto, llegando a unos cinco metros, y en el mes de mayo, las naranjas estaban dulces, subía en una escalera y los iba arrancando.
En todas las vacaciones de julio realizaba la poda general, que después servía para la estufa. El naranjo grande entre los limoneros, con más de cinco metros de altura, después de los cuarenta años de vida comenzó a disminuir las frutas. El año pasado, los primeros días de junio, resolví arrancarlo para leña y plantar otro. El trabajo me llevó unos quince días, era yo solo, después del desayuno me iba para el fondo a continuar mi trabajo. Mi esposa con los fríos se levantaba tarde.
Mis herramientas eran precarias, un banquito bajo para trabajar sentado, un cuchillo hoja ancha de unos treinta centímetros, un cucharín de albañil, una palita, una podadora, un baldecito de plástico de pintura de cinco litros y un serrucho mediano.
Empecé a sacar la tierra alrededor del árbol formando un círculo alrededor de casi un metro de radio. Cuando veía que el sol estaba encima, calculaba que era mediodía, paraba el trabajo y venía a bañarme para almorzar y descansar hasta el otro día.
Previo a la sacada de tierra, con el serrucho fui podando todas las ramas que se fueron amontonando alrededor del árbol, hasta que dejé el tronco principal con un metro cincuenta de altura. Nunca apareció nadie a ver qué hacía en la casa, era mi esposa y yo. Además, era costumbre que todas las mañanas me iba al fondo a realizar limpieza de pastos, podas, plantaciones de zapallo, aprontar leñas, etcétera. En primavera y verano lluviosos cosechaba varios zapallos y en épocas de seca nada.
Cuando llegué al medio metro del pozo, alrededor del mismo comenzaron a aparecer raíces gruesas y finas. Las finas las sacaba con la podadora y algunas más gruesas con el serrucho, previa sacada de tierra con el cuchillo y la palita. Así se fue formando un pozo circular de dos metros de diámetro, porque la raíz más gruesa hacia los costados del tronco y hacia abajo, los iba siguiendo. Todos los días le tiraba unos cuatro baldes de agua para ayudar al trabajo del día siguiente.
Día tras día mi trabajo de excavación seguía, cada vez más profunda y con el serrucho seguía cortando raíces. El pozo ya iba a un metro con veinte centímetros de profundidad, pero tocaba el tronco principal y no se movía para nada. Seguía sacando raíces. Al metro cincuenta empecé a notar un pequeño movimiento.
Ya mi entrada al pozo lo hacía en una escalera de madera con escalones anchos también de madera reforzada. Seguía escarbando con el cuchillo, siempre sentado en el banquito que había hecho años atrás para mis trabajos de albañilería. El pozo empezó más chico, solo alrededor de la raíz principal del tronco y llegué al final al metro ochenta. El drama vendría después, ¿cómo sacaría la raíz del tronco solo?
Bajé con un tronquito de unos veinte centímetros de alto que tenía para la estufa y dos pedazos de planchuela que hice palanca hasta subir el primer escalón de la escalera, luego con planchuelas más largas subí al escalón siguiente, y cuando llegué al cuarto, ya se inclinaba a un costado de la boca del pozo. Até en la parte de abajo una piola gruesa larga con un gancho atado en la punta y la otra piola larga ate el árbol de limonero que estaba a unos cuatro metros con otro gancho en la punta. Desde arriba del pozo tiraba la piola con el tronco que estaba en un escalón de la escalera. Tiraba un momento y enganchaba una piola con la otra, mientras descansaba un rato. El último medio metro fue más fácil, ya descansaba el tronco en una pared del pozo. Terminé la arrancada total del naranjo, pero antes de comenzar a tapar el enorme pozo se me ocurrió bajar con dos pedazos de varilla de seis milímetros y el martillo, y comencé a enterrar la varilla para ver si seguía la tierra y ya estaba el barro blanco que se encuentra en las profundidades. Está curiosidad me quedó cuando yo tenía 15 años y en vacaciones del Liceo en Bella Unión, me iba a los tres meses a un campito de mis tíos paraje Lenguazo, y un día el tío dijo, mañana vamos a empezar a abrir una cachimba nueva, un pozo, creo que por debajo ha de pasar una corriente de agua, para mejorar el agua que tomamos. Mi tío manejaba una pala de pozear y yo sacaba la tierra, pero cuando llegamos a los dos metros de profundidad, apareció el barro blanco, por aquí no pasa la corriente.
Siguiendo con mi pozo, sorpresa fue que alrededor de unos veinte centímetros de enterrar la varilla, choqué con una piedra. Cambio de lugar a la misma profundidad y había una piedra. Se me ocurrió seguir escarbando y en un cuadro de un metro cuadrado era la misma piedra. Con el cucharín fui limpiando toda la parte de arriba y lo que más me llamaba la atención es que era una piedra casi de un mismo nivel y en las cuatro esquinas, una piedra chica que le daba firmeza a la más grande. Una mañana, pasé tratando de sacar una de las cuatro y no pude, traje otra planchuela más fina hasta que pude aflojar una y entrar con el cucharín para ver hasta dónde seguía la piedra. El cucharín empezó a recorrer por debajo de la piedra grande y veía que era plana. Después comencé a trabajar para sacar la otra piedra chica de la derecha y me dio más trabajo que la anterior para sacarla. Libre la piedra grande del lado derecho, pasaba el cuchillo y el cucharín comprobando que era una piedra de poco espesor. Preparé dos palancas de planchuelas y las hice entrar por el lado derecho y lentamente la fui parando de un lado, limpié el barro blanco que tenía debajo. Después miraba hacia arriba y me preguntaba cómo salgo de este pozo con esta piedra a dos metros de profundidad con un peso no menor a veinte kilos. Traje una bolsa, la puse y con los escalones de la escalera la fui subiendo hasta llegar arriba. Llevé agua, la lavé bien y dejé secar, pero para quién trabajó más de treinta años en la enseñanza, cada vez me parecía más a aquel Uruguay de cuando llegaron los conquistadores.
Bajé al pozo a dar otro vistazo al lugar, las varillas se enterraban en el barro blanco, y del otro lado donde saqué la piedra, las varillas chocaban con una enorme piedra que pasaba los dos metros de ancho del pozo y la profundidad no tenía fin. Al otro día de terminado el trabajo, avisé a mis familiares para que vieran lo que hice en quince días del mes de junio de 2021 con motivo de la arrancada del naranjo y lo que encontré. Tal como la saqué, la dejé después del lavado y cada vez que la veía me representaba más a nuestro Uruguay histórico, campos, agua, montes y los indígenas como pobladores.
Preparé materiales azul y verde que representara el agua y sus principales corrientes y los campos verdes que Hernandarias mandó darles vida con sus animales vacunos que se fueron multiplicando. Hice un diseño la ligera, pero cada vez más me encantaba mirar lo que había a un metro ochenta de profundidad.
A las personas que les conté, hubo una que me dijo que esto fue para tí un regalo de la naturaleza y de Nuestro Señor, ese pedacito de tierra lo cuidaste por más de 46 años, lo limpiabas, hiciste huerta, gallinero y siempre plantando variados árboles frutales. A tu edad tienes que venderla y disfrutarla con una reunión familiar. Me pareció buena la idea, veremos qué hacemos al año de haberla encontrado”.
