Por Jorge Pignataro
Hace tiempo no compartimos textos de Alejandro Michelena, gran escritor y ferviente colaborador de esta página de EL PUEBLO. Hoy volvemos a darle la palabra, en este caso con un par de “apuntes” sobre una de las ciudades más famosas del mundo.

PARÍS: BREVE REFLEXIÓN AL RECORRERLA…
París ha tenido a través del tiempo, de manera notable y como pocas ciudades en el mundo, “quien le escriba”. Y también quien la pinte, quien la fotografíe, quien la filme. Ha sido su privilegio y también su estigma… junto a la variedad de escritores valiosos que la han utilizado como telón de fondo de sus obras como Honoré de Balzac y Víctor Hugo, o en cuanto escenario privilegiado tal los casos de Henry Miller y de Julio Cortázar, o que hasta la han transformado en personaje como Patrick Modiano, junto a esos buenos acercamientos literarios se arremolina una caravana interminable de plumíferos que en todas las épocas han querido decir algo sobre ella (en novelones, poemarios, y sobre todo memoriales o diarios “de viaje”). Por todo esto no resulta fácil escribir sobre París sin correr el riesgo de –a decir de Borges- agregar “una causa más al mundo de las causas”…La belleza de París es una realidad insoslayable, y es el fruto de esfuerzos deliberados por realzarla, dignificarla, imantarla de arte y armonía, que comenzó hace más de mil años, quizá cuando se elevó hacia los cielos Notre Dame. Y después a través de generaciones se continuó -a pesar de las guerras y la peste y las injusticias y arbitrariedades, a contrapelo de los absolutismos y el terror jacobino- por ese camino que ha agregado más belleza a la belleza. Y hoy, por esa dichosa acumulación secular, París es una ciudad que destila armonía y estética en cada rincón y en todas sus latitudes.
PARÍS: REFLEXIONES DE UN VIAJE AÑOS DESPUÉS…
Todos hemos soñado alguna vez con vivir en París. En nuestra fantasía adquiere las tonalidades de las películas que hemos visto y que a ella se refieren, de todos las novelas y cuentos cuyas historias transcurren en ese escenario urbano privilegiado, de las innumerables pinturas en que aparecen sus rincones conocidos o secretos.
Por eso cuesta ubicarse en la concreta realidad de estos boulevards, de las estaciones del Metro con entradas estilo art nouveau, de los innumerables puentes de nombre o aspecto poéticos, como el Pont des Arts, Pont de l`Alma, Pont Mirabeau. De esos legendarios recintos del encuentro -ya bien conocidos en nuestro imaginario antes de conocerlos- como el Café de Flore o Les Deux Magots, La Closerie des Lilas y La Coupole. De los callejones laberínticos de Saint Germain des Pres, con sus viejas mansardas misteriosas que alguna vez fueron “chambre de bonnes”. De la rotunda presencia de la vieja Sorbonne. De la elegancia discreta de la Rue de Rivoli. Y ni hablar de sus emblemas, como la Tour Eiffel… que todos creemos conocer pero que al llegar a verla en concreto nos maravilla con su imponente realidad. Y menos todavía de Notre Dame, donde las palabras decaen ante la elocuencia profunda del lenguaje “lapidario” (a decir del alquimista Fulcanelli, autor de “El misterio de las catedrales”). Pero hay otras dimensiones de París, como los barrios grises y decadentes nada turísticos que describe tan bien Patrick Mondiano en sus novelas. O esos rincones prodigiosos que sólo se descubren caminando sin rumbo. O la experiencia de andar morosamente a medianoche por la orilla del Sena y más allá del Trocadero.