Qué brava situación es esa en la que uno se encuentra cuando, lentamente, se va asimilando que se está perdiendo algo esencial. No, no me estoy refiriendo a la cordura, aunque podría ser, porque miren quién está escribiendo esto, pero más preocupante: quién está leyéndolo. Pero no, a lo que trato de alinear esta columna es a lo que uno vive cuando, lentamente, te das cuenta de que estás perdiendo la vista.
Entender lo que significa esta “incapacidad visual” no es difícil. Basta con ponerse una venda en los ojos y lanzarse a la aventura de caminar como si estuvieras jugando un videojuego de supervivencia, pero en la vida real. La diferencia es que en este juego no hay puntos, y el premio no es una nueva ropa para tu avatar, sino que se trata de no darte de lleno con las esquinas de los muebles, que los dedos pequeños del pie se mantengan intactos y, claro, no ser atropellado por un auto.

Y pensar que todo ese entrenamiento infantil jugando a la gallinita ciega, ese que nos decían “te prepara para la vida”, terminó siendo totalmente inútil. Lo que te preparan esos juegos es para otro tipo de ceguera, no para la auténtica, esa que te va dejando los sentidos a su suerte. Nadie te advierte que, al crecer, no vas a tener más a tus padres diciéndote que no toques nada, que aquel “no tienes ojos en los dedos” ahora no parece tan exacto, porque, en vez de eso, vas a manotear todo lo que se te cruce, con la total incertidumbre de si es algo de utilidad o un peligro. Te dicen que hay que tocar con cuidado, pero el tacto se convierte en un arte que ni el mejor de los escultores podría dominar. Y, contrario a lo que te decían, ahora sí, tus dedos se han convertido en tus ojos.
Al principio es un caos. Manoteas, te angustias, sientes miedo y, por supuesto, dudas de tu habilidad para sobrevivir sin la visión de siempre. Pero, como en todo en la vida, llega el momento en que la aceptación te convierte en un maestro del “tanteo”. Aprendes a identificar personas con solo tocarlas, sin necesidad de escucharles la voz. Y aunque por ahora no he visto a nadie que se haya convertido en un taxista ciego, al menos los avances tecnológicos en los asistentes de voz te permiten sentirte casi un «gurú digital» con la ayuda de un teléfono o una computadora.
Pero claro, no todo es tan sencillo. Primero, hay que tragarse la amarga realidad de la pérdida. Luego, uno tiene que lidiar con las bromas y chistes de quienes creen que su humor es lo más gracioso del mundo. ¿Quién no ha tenido al amigo del alma que, tras darte la mano, te grita “¡Saluda, amigo!” mientras te pega un estirón de brazo como si estuviera enseñándote a bailar un tango? Ah, sí, las pequeñas joyas de la vida.
Pero no todo está perdido, queridos lectores. Porque llega el momento glorioso de usar el bastón verde, ese accesorio social que hasta puede servirte para conseguir un poco de respeto, aunque no tengas ningún problema visual. Basta con un bastón verde y unos lentes de sol, y ya te has transformado en un experto en andar por la vida con un aire de misterio. Y, por supuesto, de vez en cuando, te reirás de esos amigos picarones que siguen creyendo que les puedes ver, cuando en realidad, solo eres un maestro en la interpretación táctil y sonora.
¿Quién dijo que perder la vista es un drama?