En Uruguay estamos asistiendo a un cimbronazo cultural que nos ha sacudido la modorra que traíamos de las últimas décadas. Los efectos de las reformas sociales más liberales que se recuerden, promovidas por el Frente Amplio y principalmente por el gobierno de José Mujica, que con las mismas pudo poner a Uruguay en el mapa, son las que nos están generando una transformación social que aún la mayoría, no sabemos manejar.
Nos referimos a la ley que regula el mercado de la marihuana y permite su venta en farmacias, a la interrupción voluntaria del embarazo (un buen concepto que se resume en la legalización del aborto), el matrimonio igualitario y todos los cambios a la legislación en el Derecho de Familia que dicha norma trajo consigo, entre otras, como la ley de cuotas, la ley de identidad sexual, etc.
Todas estas leyes, que han sido aprobadas porque un partido político tiene la mayorías parlamentarias necesaria para aprobarlas, van a contrapelo de lo que muchos otros actores de la sociedad piensan, opinan y quieren, pero que como en todos los casos, deben sumirse en una realidad que los abruma por todos lados y que deben aceptar. Como pasa con las redes sociales, hay que familiarizarse con las mismas o quedarse afuera del mundo.
En ese sentido, instituciones como la Iglesia Católica, que está con las narices en esta tierra mucho antes de que nos denomináramos como país y que incluso nuestros antepasados supieran quiénes éramos y a qué venían a estas latitudes, están buscando reinventarse para no perder espacios y seguir presentes con sus valores y principios como el primer día.
Pero en ese sentido, hasta la Iglesia está procesando cambios y transformaciones internas. No deja de lado su doctrina ni se aparta de la misma un solo milímetro, pero apoya la innovación de tener que salir a la calle y sentarse junto a los que menos tienen, generar condiciones para aceptar a los nuevos colectivos sociales y tener un discurso acorde a las realidades sociales que vivimos hoy.
La invasión de religiones de corte evangélico, que han inundado las ciudades con carteles luminosos y con pastores con acentos norteños, así como también la aparición de distintas iglesias que recorren los hogares para invitar a conocer su verdad, generó en una época una preocupación en el clero, porque entendían que estaban perdiendo fieles en función de que la Iglesia no atendía las realidades de la gente, ni se aggiornaba a estos tiempos.
Eso constituyó un desafío que generó que el catolicismo que estuvo siempre como institución de primer orden entre las sociedades occidentales, trabajara internamente para volver a tener un rol protagónico y atender a toda la sociedad, entendiendo al ser humano con sus defectos y virtudes como un ser único e irrepetible.
Así me lo hacía saber ayer uno de los obispos con los que hablé al terminar la misma donde fue ordenado el nuevo Obispo de Salto, Fernando Gil, a quien consulté sobre su parecer respecto a los nuevos colectivos sociales, especialmente a los LGBTI, que exponen su ser a todas luces sin vergüenza alguna y exigiendo muchas veces no ser discriminados por doctrinas que los hacen ver como si fueran el diablo personificado.
Reacciones que incluso se extienden a las nuevas formas de concebir la sociedad a través de las llamadas políticas de género, donde la Iglesia es denostada por su forma patriarcal de ver la sociedad y de concebir el mundo.
Sin embargo, ese clérigo me dijo que todos los seres humanos debían ser concebidos y tenidos en cuenta por la Iglesia, por lo cual era hora de volver a mirar a todos y de pensar solamente en contribuir a la sociedad a través de su evangelio. Manteniendo sus valores y principios pero apostando a todos por igual.
El rol que tiene la Iglesia hoy es la de cobijar a todas las personas, sin importar su condición personal, religiosa, política u orientación sexual. Debe buscar entrar con los valores de la paz y el amor en todas las vidas, porque se trata de un mensaje positivo para una sociedad que solo ve violencia y destrucción por todos lados.
No digo adoctrinar a nadie, sino seguir dando de manera incansable su mensaje, para que la gente sienta que hay un lugar donde más allá de su creencia, de su vivencia personal, de su manera de entender a Dios y de creer en él, encuentran un espacio de consuelo, solidaridad y humanismo como los que no presta ninguna otra institución pública o privada en un mundo que ya no entiende de humanismo.
HUGO LEMOS
