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miércoles, 16 de julio de 2025
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El recuerdo bifronte

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Acaso cada ciudad posea la fijeza engañosa de la memoria que la evoca y la describe. La copla dice: «Quiero vivir en Granada/ solamente para oír/ la campana de la Vela/ cuando me voy a dormir». Todo tan enigmático y tan evidente.
A cada toque nocturno de la campana de la Torre de la Vela, la vida resuena en la minúscula circunstancia personal que la copla imprime, que la gente reconoce. En esa dosis de sonido nocturno llamando al descanso, habita la jornada que ha transcurrido, la inexorable continuidad del tiempo, junto al páramo sordo, absoluto de los muertos. Una ciudad -Granada en este caso- está pautada por el sonido de una campana y la necesidad humana de ese sonido. No hay ciudad posible – la intangible, la real- sin la memoria humana. El paisaje pasa a un segundo plano porque los ojos absolutos, memoriosos del hombre, forjan el tiempo, lo oyen, lo huelen, lo perpetúan. A esa extraña combinación sensorial refiere Memorias de Granada.
Testigos
La memoria radica en el tiempo y lo inverso también es verdadero. La investigadora española Antonina Rodrigo (Granada, 1935) elige dos memorias, la del poeta Federico García Lorca (1898-1936) y la del artista plástico Manuel Ángeles Ortiz (1895-1984) como guías en esa ciudad real y atisbada, mágica y pedestre que fue y que es Granada. Elige, además, un tiempo clausurado por la Guerra Civil Española en las miradas de dos amigos que se distancian inexorablemente: la del longevo sobreviviente, cohabitando con el crimen y la desaparición todavía impunes del más famoso de los poetas de la llamada «generación del 27».
Antonina Rodrigo escribe sobre una Granada vista desde las dos Españas que definió el poeta Antonio Machado para siempre y que parecen poseer una larga sobrevida: la retardataria – eclesiástica, torpe, medieval- y la vitalista – cosmopolita, atrevida, musical. Pero la autora hace algo más difícil y más honesto, situó esas memorias por definición limitadas, dentro de una escenografía más vasta y compleja, la pautada por una crónica permanente de un sabor local y de un rumor humano intransferibles. En el capítulo «La Granada de su infancia», ese pronombre posesivo «su», tan ambiguo al referirse a una doble evocación, la del poeta y la del plástico, une algún dato específico – 76.000 habitantes a fines del siglo XIX, una burguesía rica debido al cultivo de la remolacha azucarera, el río Darro y la vega que es el bello nombre que recibe el campo granadino- con la primera experiencia sensible que la ciudad brinda: la sonoridad del agua.
Último reducto árabe tomado por los Reyes Católicos en 1492, Granada guarda la pasión del pueblo del desierto que la generó por el agua. Agua y jardines pueblan el paraíso de los moros, palmeras como columnas o columnas como palmeras, pueblan la Alhambra de Granada. Catadores – en la profusa iconografía del libro hay una foto de Federico y Manuel en un puesto de venta de agua durante los años 20- clasifican las distintas variedades de aguas.
Y con el agua, el sonido del agua. «Cuando el poeta Juan Ramón Jiménez llega a Granada en 1924, una tarde en el Generalife alto siente que: `el agua era mi sangre, mi vida y yo oía la música de mi vida y mi sangre en el agua que corría. Por el agua yo me comunicaba por el interior del mundo`. Esa tarde, ensimismado en su sueño, que corría en barandales de agua, un hombre le preguntó: ¿Oyendo el agua, eh?».
Pero no todo el sonido de Granada es de agua rumorosa, vital. Federico y Manuel cuentan que durante Semana Santa- García Lorca la recuerda «de encaje y canarios volando entre los cirios de los monumentos»- permitían a los presos presenciar a través de las rejas la procesión del «Cristo de los Favores». Ver esos rostros desasosegados, cantando desgarradas saetas al Cristo muerto, suma una luz de congoja al espectáculo de la liturgia celebrada, festiva, oficial. Mientras tanto, la vega trae la fragancia del campo y a los campesinos rescatados en la obra lorquiana.
En ese sentido el poeta señala que toda su dramaturgia y su poesía se fundan en actos de observación fina y escucha atenta. Manuel -»Manolito», como siempre lo llamó Lorca-cuenta que viviendo en Madrid cada vez que regresaba a Granada, Federico lo esperaba en una estación anterior a la que debía apearse del tren, para recorrer la vega y hablar con los campesinos. Un año antes de su fusilamiento Federico declara: «A mí me interesa más la gente que habita el paisaje que el paisaje mismo. Yo puedo estarme contemplando una tierra durante un cuarto de hora. Pero enseguida corro a hablar con el pastor o el leñador de esa sierra. Luego, al escribir, recuerda uno estos diálogos y surge la expresión popular auténtica. Yo tengo un gran archivo de los recuerdos de mi niñez; de oír hablar a la gente, es la memoria poética, y a ella me atengo.»
Resulta conmovedor y sobre todo muy vigente, el carácter admonitorio de esta confesión. Por un lado Lorca, al que alguna vez Borges motejó de andaluz internacional, ve lo andaluz en su gente, en rigor en lo que cuenta su gente a su pedido, mientras el paisaje – hacedor también de lo típicamente andaluz- pasa a un segundo plano. En este punto Lorca muestra una posición estética en apariencia cristalina: su memoria es un archivo de su infancia y de las tradiciones orales relatadas por el pueblo llano andaluz. Sin embargo, es el poeta el que condensa, cuaja esa memoria poética que despojada de su tarea de poeta, será sólo registro mnemotécnico, archivo de gestos pasados, de voces muertas. El artista sublima, como señalaba el poeta anglo estadounidense T.S. Eliot, el habla popular de donde todo nace. Como el agua nace de un venero. Y pese al aburrimiento que en Federico García Lorca generaba el paisaje, es la imagen del venero, de la vertiente, de las fuentes tan comunes en Granada, la que zanjó -disolviendo memoria y deseo- su destino de desaparecido.
Al respecto, señala poéticamente la autora: «La vida del poeta iba a quedar bajo el signo del agua. Estaba unido a ella por su infancia en Fuente Vaqueros, la alegría de su niñez, y la de Aynadamar, que significa Fuente de las Lágrimas, la de su muerte, en Viznar.»
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Debe mucho la literatura en general – y las letras de tango en particular- al uso del diminutivo. El diminutivo puede ser a la vez sonoridad graciosa, intimidad afectiva expuesta, sorna solapada. Rodrigo dedica un largo capítulo al «Rinconcillo», el grupo de contertulios vanguardista que Manuel Ángeles Ortiz y Federico García Lorca fundaron, integraron, construyeron para escarnio y repulsa de una ciudad provinciana y cosmopolita a la vez, como era la Granada de las dos primeras décadas del siglo pasado.
Amor y odio mutuo entre la ciudad que se negaba a leer en su pasado fronterizo la posibilidad de un presente fecundo. Amor y odio entre los jóvenes universitarios integrantes de la tertulia y sus conciudadanos de a pie. Amor y odio por sus conductas más radicales – de volver a la raíz cultural granadina- que revolucionarias. Amor y odio porque la verdadera modernidad para estos jóvenes radicaba mucho más en el regreso al universo mozárabe, que a la frívola ostentación burguesa y europeizante de la Gran Vía Colón, que poco o nada tenía que ver con Granada.
En este marco vital de regreso a las fuentes mestizas de la cultura ciudadana, deben leerse las definiciones de García Lorca respecto a las minorías, definiciones que no poco colaboraron en su fatalidad: «Yo creo que ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro.»
Ese «todo llevamos dentro» nació en el rinconcillo -en español rioplatense, rinconcito- del café Alameda que dio nombre al grupo y que hizo que un señorito como Lorca, forjara desde Andalucía una sensibilidad especial por el paria desclasado y un lenguaje poético universal. Así deben decodificarse las fotografías de Manuel y de Federico vestidos como moros, incluida la que muestra al poeta proféticamente asesinado en un fotograma de la película La historia del tesoro de 1918.
Las actividades del Rinconcillo fueron polifacéticas, entre lúdicas y contestatarias. Lorca mismo fungía en la tertulia como pianista y declaraba a quien quisiese oírlo, que sólo la música – Chopin, Beethoven- podía producir un efecto de conmoción estética profundo, verdadero. De hecho sus primeras composiciones poéticas estuvieron al servicio de un fraude. «Soy un granadino que en su juventud/ derrochó su vida y también su hacienda/ en amores vanos, amores de un día/ y, además, jugando al monte y en juergas», son algunos versos del poeta Isidoro Capdepón Fernández, poeta inexistente que la tertulia inventó para burlarse de los intelectuales granadinos. Y son además versos de Federico, acaso los primeros que se hicieron públicos, en coautoría con su hermano Francisco.
Pero no sólo se le inventó una obra a Capdepón, se le inventó una vida y Manuel Ángeles Ortiz le pintó un retrato que hacía las veces de probanza definitiva. Incluso algún crítico propuso el ingreso de Capdepón a la Real Academia. Lo cierto es que Lorca ya escribía otros versos, estos sí legítimos: «Rosa de los vientos/ (Metamorfosis/ del punto negro)/ (Punto florecido/ Punto abierto)».
Y rosa de los vientos fue adoptado como denominación de la futura revista del Rinconcillo. En este Lorca primigenio, está – como ocurre con los grandes poetas-toda la musicalidad irrenunciable del futuro Lorca.

Acaso cada ciudad posea la fijeza engañosa de la memoria que la evoca y la describe. La copla dice: «Quiero vivir en Granada/ solamente para oír/ la campana de la Vela/ cuando me voy a dormir». Todo tan enigmático y tan evidente.

A cada toque nocturno de la campana de la Torre de la Vela, la vida resuena en la minúscula circunstancia personal que la copla imprime, que la gente reconoce. En esa dosis de sonido nocturno llamando al descanso, habita la jornada que ha transcurrido, la inexorable continuidad del tiempo, junto al páramo sordo, absoluto de los muertos. Una ciudad -Granada en este caso- está pautada por el sonido de una campana y la necesidad humana de ese sonido. No hay ciudad posible – la intangible, la real- sin la memoria humana. El paisaje pasa a un segundo plano porque los ojos absolutos, memoriosos del hombre, forjan el tiempo, lo oyen, lo huelen, lo perpetúan. A esa extraña combinación sensorial refiere Memorias de Granada.

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La memoria radica en el tiempo y lo inverso también es verdadero. La investigadora española Antonina Rodrigo (Granada, 1935) elige dos memorias, la del poeta Federico García Lorca (1898-1936) y la del artista plástico Manuel Ángeles Ortiz (1895-1984) como guías en esa ciudad real y atisbada, mágica y pedestre que fue y que es Granada. Elige, además, un tiempo clausurado por la Guerra Civil Española en las miradas de dos amigos que se distancian inexorablemente: la del longevo sobreviviente, cohabitando con el crimen y la desaparición todavía impunes del más famoso de los poetas de la llamada «generación del 27».

Antonina Rodrigo escribe sobre una Granada vista desde las dos Españas que definió el poeta Antonio Machado para siempre y que parecen poseer una larga sobrevida: la retardataria – eclesiástica, torpe, medieval- y la vitalista – cosmopolita, atrevida, musical. Pero la autora hace algo más difícil y más honesto, situó esas memorias por definición limitadas, dentro de una escenografía más vasta y compleja, la pautada por una crónica permanente de un sabor local y de un rumor humano intransferibles. En el capítulo «La Granada de su infancia», ese pronombre posesivo «su», tan ambiguo al referirse a una doble evocación, la del poeta y la del plástico, une algún dato específico – 76.000 habitantes a fines del siglo XIX, una burguesía rica debido al cultivo de la remolacha azucarera, el río Darro y la vega que es el bello nombre que recibe el campo granadino- con la primera experiencia sensible que la ciudad brinda: la sonoridad del agua.

Último reducto árabe tomado por los Reyes Católicos en 1492, Granada guarda la pasión del pueblo del desierto que la generó por el agua. Agua y jardines pueblan el paraíso de los moros, palmeras como columnas o columnas como palmeras, pueblan la Alhambra de Granada. Catadores – en la profusa iconografía del libro hay una foto de Federico y Manuel en un puesto de venta de agua durante los años 20- clasifican las distintas variedades de aguas.

Y con el agua, el sonido del agua. «Cuando el poeta Juan Ramón Jiménez llega a Granada en 1924, una tarde en el Generalife alto siente que: `el agua era mi sangre, mi vida y yo oía la música de mi vida y mi sangre en el agua que corría. Por el agua yo me comunicaba por el interior del mundo`. Esa tarde, ensimismado en su sueño, que corría en barandales de agua, un hombre le preguntó: ¿Oyendo el agua, eh?».

Pero no todo el sonido de Granada es de agua rumorosa, vital. Federico y Manuel cuentan que durante Semana Santa- García Lorca la recuerda «de encaje y canarios volando entre los cirios de los monumentos»- permitían a los presos presenciar a través de las rejas la procesión del «Cristo de los Favores». Ver esos rostros desasosegados, cantando desgarradas saetas al Cristo muerto, suma una luz de congoja al espectáculo de la liturgia celebrada, festiva, oficial. Mientras tanto, la vega trae la fragancia del campo y a los campesinos rescatados en la obra lorquiana.

En ese sentido el poeta señala que toda su dramaturgia y su poesía se fundan en actos de observación fina y escucha atenta. Manuel -»Manolito», como siempre lo llamó Lorca-cuenta que viviendo en Madrid cada vez que regresaba a Granada, Federico lo esperaba en una estación anterior a la que debía apearse del tren, para recorrer la vega y hablar con los campesinos. Un año antes de su fusilamiento Federico declara: «A mí me interesa más la gente que habita el paisaje que el paisaje mismo. Yo puedo estarme contemplando una tierra durante un cuarto de hora. Pero enseguida corro a hablar con el pastor o el leñador de esa sierra. Luego, al escribir, recuerda uno estos diálogos y surge la expresión popular auténtica. Yo tengo un gran archivo de los recuerdos de mi niñez; de oír hablar a la gente, es la memoria poética, y a ella me atengo.»

Resulta conmovedor y sobre todo muy vigente, el carácter admonitorio de esta confesión. Por un lado Lorca, al que alguna vez Borges motejó de andaluz internacional, ve lo andaluz en su gente, en rigor en lo que cuenta su gente a su pedido, mientras el paisaje – hacedor también de lo típicamente andaluz- pasa a un segundo plano. En este punto Lorca muestra una posición estética en apariencia cristalina: su memoria es un archivo de su infancia y de las tradiciones orales relatadas por el pueblo llano andaluz. Sin embargo, es el poeta el que condensa, cuaja esa memoria poética que despojada de su tarea de poeta, será sólo registro mnemotécnico, archivo de gestos pasados, de voces muertas. El artista sublima, como señalaba el poeta anglo estadounidense T.S. Eliot, el habla popular de donde todo nace. Como el agua nace de un venero. Y pese al aburrimiento que en Federico García Lorca generaba el paisaje, es la imagen del venero, de la vertiente, de las fuentes tan comunes en Granada, la que zanjó -disolviendo memoria y deseo- su destino de desaparecido.

Al respecto, señala poéticamente la autora: «La vida del poeta iba a quedar bajo el signo del agua. Estaba unido a ella por su infancia en Fuente Vaqueros, la alegría de su niñez, y la de Aynadamar, que significa Fuente de las Lágrimas, la de su muerte, en Viznar.»

Anclajes

Debe mucho la literatura en general – y las letras de tango en particular- al uso del diminutivo. El diminutivo puede ser a la vez sonoridad graciosa, intimidad afectiva expuesta, sorna solapada. Rodrigo dedica un largo capítulo al «Rinconcillo», el grupo de contertulios vanguardista que Manuel Ángeles Ortiz y Federico García Lorca fundaron, integraron, construyeron para escarnio y repulsa de una ciudad provinciana y cosmopolita a la vez, como era la Granada de las dos primeras décadas del siglo pasado.

Amor y odio mutuo entre la ciudad que se negaba a leer en su pasado fronterizo la posibilidad de un presente fecundo. Amor y odio entre los jóvenes universitarios integrantes de la tertulia y sus conciudadanos de a pie. Amor y odio por sus conductas más radicales – de volver a la raíz cultural granadina- que revolucionarias. Amor y odio porque la verdadera modernidad para estos jóvenes radicaba mucho más en el regreso al universo mozárabe, que a la frívola ostentación burguesa y europeizante de la Gran Vía Colón, que poco o nada tenía que ver con Granada.

En este marco vital de regreso a las fuentes mestizas de la cultura ciudadana, deben leerse las definiciones de García Lorca respecto a las minorías, definiciones que no poco colaboraron en su fatalidad: «Yo creo que ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro.»

Ese «todo llevamos dentro» nació en el rinconcillo -en español rioplatense, rinconcito- del café Alameda que dio nombre al grupo y que hizo que un señorito como Lorca, forjara desde Andalucía una sensibilidad especial por el paria desclasado y un lenguaje poético universal. Así deben decodificarse las fotografías de Manuel y de Federico vestidos como moros, incluida la que muestra al poeta proféticamente asesinado en un fotograma de la película La historia del tesoro de 1918.

Las actividades del Rinconcillo fueron polifacéticas, entre lúdicas y contestatarias. Lorca mismo fungía en la tertulia como pianista y declaraba a quien quisiese oírlo, que sólo la música – Chopin, Beethoven- podía producir un efecto de conmoción estética profundo, verdadero. De hecho sus primeras composiciones poéticas estuvieron al servicio de un fraude. «Soy un granadino que en su juventud/ derrochó su vida y también su hacienda/ en amores vanos, amores de un día/ y, además, jugando al monte y en juergas», son algunos versos del poeta Isidoro Capdepón Fernández, poeta inexistente que la tertulia inventó para burlarse de los intelectuales granadinos. Y son además versos de Federico, acaso los primeros que se hicieron públicos, en coautoría con su hermano Francisco.

Pero no sólo se le inventó una obra a Capdepón, se le inventó una vida y Manuel Ángeles Ortiz le pintó un retrato que hacía las veces de probanza definitiva. Incluso algún crítico propuso el ingreso de Capdepón a la Real Academia. Lo cierto es que Lorca ya escribía otros versos, estos sí legítimos: «Rosa de los vientos/ (Metamorfosis/ del punto negro)/ (Punto florecido/ Punto abierto)».

Y rosa de los vientos fue adoptado como denominación de la futura revista del Rinconcillo. En este Lorca primigenio, está – como ocurre con los grandes poetas-toda la musicalidad irrenunciable del futuro Lorca.

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