No es salteño pero lo es. No nació en Salto pero escribe desde Salto. Vive en Salto y se siente un salteño más. El nombre de Luis do Santos tomó mayor trascendencia cuando, hace pocos años, apareció “El zambullidor”, exitosa novela. Pero antes, fue “Tras de la niebla”, y “La última frontera”, cuentos y novela respectivamente. Y también hubo publicaciones en antologías, y hubo canciones que el canto murguero se encargó de difundir. Hoy EL PUEBLO comparte con sus lectores “Vigilia”, un cuento de este hombre nacido en Calpica (Artigas), pero también salteño.
VIGILIA
La luna apareció por el vidrio de la ventana, esfumada tras la cortina gris, con la panza cortada por el tajo seductor de la menguante.
Desde la cama húmeda, Albino Lima la miró sin verla, desnudo bajo las sábanas blancas, fastidioso por la horda de mosquitos desbocados, con su aguijón invisible colándose entre la tela hasta morderle la piel.
El calor agobiante, era una víbora pegajosa chorreando entre los cuadros que adornaban las paredes recién pintadas.
Cambió la posición de la almohada (la suave almohada de funda amarilla y flores bordadas) partiéndola en dos para que su cabeza descansara más alta. Volvió a cerrar los ojos. Al enjambre de zancudos zumbando como avionetas fumigadoras en la oscuridad, se sumó el hipo de un grillo rompiendo el silencio desde un rincón.
Escondió la cabeza, ahora debajo de la almohada, aspirando en la sombra el aroma a jazmín que venía de la funda y al fondo de aquella trinchera, esperó con los ojos quietos y los oídos tapiados, el momento sublime de internarse en los pantanos del sueño. La vigilia lo asaltó, envuelto en un montón de sensaciones nuevas, cenagosas, de incierto origen. Palpitaba tan fuerte el latido de su corazón, que podía sentir el galope de la sangre, corriendo desbocada en el torrente de las venas. Encendió un cigarrillo, ahora sentado en la cama, la espalda apoyada en el respaldo frío de madera labrada, iluminado súbitamente por la llama fugaz del encendedor.
Supo que eran más de las dos, porque ya no se oían los tangos en la radio dormida sobre la mesa de luz. Sumergido en el silencio rabioso, a solas con ese mundo desconocido de vacíos y ausencias que lo asaltaba más allá de los huesos, sintió tambalear por un momento, el escenario de su existencia simple, sin horizontes ni dudas, de soldado raso. Nunca le habían preocupado las incógnitas que trajeran los mañanas, el desenlace vano de las urgencias, aquella belleza incierta de las ataduras, ni el secreto prometedor que esconden los compromisos. Poca cosa quedaba más allá del viaje en bicicleta desde su casa al cuartel, el horario rotativo de guardias, la inevitable mateada en el servicio, las tardes de fútbol, o las recorridas nocturnas por las callecitas del puerto, morada de prostitutas llenas de tristeza y amores lejanos.
Se sorprendió pensando en ese manojo de momentos que desde siempre había sido su vida. Un hombre más. Soldado veterano, zorro, que a lo largo de los años aprendió a caminar sin temores por el campo minado de la vida militar. El gran habilidoso para burlar una orden superior, el más aguantador con alcohol en las venas, aquel espejo sin retornos donde querían reflejarse, los recién llegados reclutas de la infantería. En el Ejército cultivó su talento natural para anestesiar horas sin pensamientos, convertir en fuego tertulias aburridas o atrapar como una araña seductora, a los incautos que caían en su red silenciosa de naipes y falsas esperanzas.
El cigarrillo fue muriendo sin prisa, en un estertor de humo herido, como un recuerdo que cada vez quema menos. Aplastó fastidiado la colilla en el cenicero de vidrio y se internó otra vez en la soledad de la almohada, perdido sin remedio en las nuevas imágenes del insomnio. Abrió otra vez los ojos, la vista ahora fija en los tirantes del techo. Se topó de pronto con un mediodía nublado, veinte años atrás, cuando cruzó por primera vez la puerta grande del cuartel, atrapado por la ilusión de quien recién comienza a escribir su verdadera historia.
No se equivocaba. Antes de empuñar el arma, antes de aquel uniforme verde oliva y las botas lustradas, había nacido en la penumbra de un barrio marginado, y llevaba en el cuerpo, como tatuaje de pobres, las marcas de una ciudad que lo había condenado a ser un niño de la calle. Sin proponérselo, porque en realidad nunca se propuso nada en la vida, no tardó en convertirse en la leyenda negra del cuartel.
El soldado eterno, rey de los calabozos, que llegó a robar la botella del mejor vino en la cantina de oficiales, para brindar por el cumpleaños de la puta más barata que cantaba en el puerto.
Sus hazañas se contaron en los baños, las tertulias de mate, los asados del domingo o en las aburridas guardias. Fue la pesadilla de superiores que se cansaron de perseguir sin encontrarlo, la envidia de frustrados bandidos sin agallas. Soltero empedernido, perseguidor de historias. El amor pasó rozándolo tantas veces, sin dejar rastros, como una bicicleta invisible que apenas mueve el agua de los charcos. Si alguna vez se fijó una meta, nunca fue más allá de conquistar la siempre última mujer ajena, marcar el mejor gol, o trabajar en silencio, para seguir siendo el verdadero tema de la semana. Los minutos terminaron temblando en el reloj.
La estática de la radio se volvió una tormenta insoportable de chillidos inaudibles. Estiró el brazo lo más que pudo hasta arrancar el cable del enchufe.
El grillo había callado. Por un instante disfrutó del profundo silencio, ese perro lamedor. Probó acostarse boca abajo, con la sábana envuelta en la cabeza, las manos apretando los oídos. Afuera se escuchó el ruido de un auto zumbando en la avenida.
Este insomnio nuevo, de insólita profundidad, se le antojó mala señal para su primera noche de retirado. Esa misma mañana había sido llamado a la oficina del Capitán para firmar el retiro. Traía la expresión vacía y sin tiempo, de los que llegan sin saber que llegaron.
Después de veinte años al servicio del Ejército, era hora de volver a la vida civil, a tratar de construir eso tan incierto que es la existencia más allá de los muros apadrinadores del cuartel.
Al Capitán Mariños lo encontró con un gesto aliviado, la mirada seca, el gran bigote distendido. Duró pocos minutos el trámite, escasas palabras y un montón de silencios.
Albino apretó fuerte la mano blanda, todavía infectado de venias y cumplidos, y salió silbando por los pasillos, con el paso apurado de los que se resisten sin convicción a las ganas de fumar.
Bajo las sábanas, el calor se tornó asfixiante, todavía empantanado en el silencio. Albino volvió a sentarse en la cama, encendió otro cigarrillo, intentó repasar su futuro. La pesquería postergada con su compadre Miguel, el partido de veteranos, la parranda programada para el memorable sábado de la despedida.
Estaba repasando la lista de asistentes a su última fiesta de soldado, cuando escuchó pasos al otro lado de la puerta. Abandonó la cama, picaneado por un mal presentimiento. Los pasos se fueron acercando, como traídos a rastras por el viento. Los grillos volvieron a embarrar la noche, ahora alborotados. Con el torso desnudo, los pantalones en la mano, el cigarrillo colgando de los labios, atravesó la ventana, a salto de felino entrenado. La intemperie lo recibió como una novia fría y distante, llena de rocíos, abandonada. Entonces oyó la carcajada, sintió el tufo del alcohol cuajado en el aire y descubrió los ojos como dos brasas ardientes, incendiando la madrugada.
El Capitán Mariños esperaba de pie, el arma apuntándole a la cabeza, el rostro desencajado, ya otro para siempre, ya sin alma.
– Yo te voy a enseñar, carajo. Gritó.
Y fue lo último que escuchó Albino Lima, el ex soldado, antes de que un fuego final lo abrazara bajo la lumbre pálida de la menguante. Con el estruendo del disparo y el viento que se coló por la ventana abierta, la mujer del Capitán Mariños, despertó sobresaltada.