(Publicado por EL PAIS)
La ciudad binacional está sacudida por la violencia. Se han cometido 15 homicidios en la zona desde comienzos de año. La Policía no tiene una explicación más allá de la carátula «ajuste de cuentas». Del lado brasileño, los efectivos escasean y el gatillo es cada vez más fácil.
Cuando una bala entra en la cabeza desgarra la piel. Se siente como un impacto puntal y seco. Un instante. Luego perfora el cráneo y sobreviene el apagón: los circuitos estallan y el cuerpo cae sin control. Por lo general, boca abajo. El corazón sigue latiendo hasta que queda sin sangre que bombear o se detiene si el daño alcanza al tallo cerebral, que regula el ritmo cardíaco. En el momento preciso de la muerte, seguramente el agresor ya esté lejos de la escena. Un sicario ha actuado.
El asesinato con resentimiento implica un proceso más lento, con engorrosa consciencia para la víctima. Puede haber golpes, cortes, quemaduras o asfixia. El corazón cede por estrés y fatiga, con presumible voluntad, incluso, de apagarse.
Profesionales o con odio, en Brasil se cometen 60.000 asesinatos por año, lo que lo convierte en el país con mayor número de muertes violentas del mundo. En Uruguay, en el primer semestre de 2017, se han registrado 130 homicidios. Pero hay un lugar y un presente en que las realidades del gigante y del pequeño se intercambian con cruzar una calle.
La localidad fronteriza de Chuy-Chui, reconocida por los free shops o el espeto corrido, vive sus días más violentos. En lo que va del año se produjeron 15 asesinatos (12 del lado brasileño y tres del oriental), lo que significa un disparate estadístico e histórico para una ciudad binacional de unos 20.000 residentes. Si se aplica a escala, la tasa de homicidios por habitantes supera en 10 veces al promedio uruguayo.
Al igual que otros enclaves de frontera, Chuy nunca ha sacado «sote» en conducta: fue y es puerta de entrada de drogas y contrabando, lo que cada tanto provoca disputas, balaceras y muertos. Dos, tres o cinco homicidios al año eran el promedio hasta una actualidad en la que nadie recuerda otra época más sangrienta.
Pero la vida de los muertos no juega a favor del escándalo público. La mayoría fueron hombres jóvenes y pobres, algunos con antecedentes penales o con indicios de consumo de droga. Con ese historial, las autoridades aplican una carátula de dos palabras que suele congelar la investigación policial y judicial: ajuste de cuentas.
Si bien ningún caso ha sido aclarado, resulta innegable la participación de sicarios en al menos 11 de las muertes. Blancos específicos, disparos múltiples y certeros en la cabeza y/o el pecho y rápida huida posterior. Hay otros dudosos, como el de Ulises Cal, uruguayo de 59 años, al que apuñalaron, ataron y quemaron dentro de su casa en Chui (Brasil) en junio. Y también está el macabro final de Gabriel Stoquetti.
Stoquetti tenía 22 años y era brasileño. Según su madre, Rita, la última vez que lo vieron estaba en la calle principal de la Barra do Chui, el balneario donde vivía, a siete kilómetros de la ciudad. Iba allí con amigos a fumar marihuana y tomar esa caña brasileña que incinera el estómago deshabituado. Al otro día, 6 de julio a las 15:30, el cuerpo apareció en la playa de La Alvorada (la siguiente a la Barra), con signos de golpes. Lo habían atado a un vehículo y arrastrado un kilómetro.
No se sabe si murió por la golpiza, la fractura de cuello o la asfixia provocada por arena en los pulmones. La Policía brasileña retiró el cuerpo dos horas después de su aparición y hoy, a más de dos meses del crimen, todavía no está listo el informe de autopsia. A la familia no le consta que se haya interrogado siquiera a una persona por este caso. «La Policía nada me contesta. No busca testigos ni hace nada. Nos dicen a nosotros que investiguemos», dice Rita.
La de Stoquetti ha sido la última de las muertes de la frontera. Aunque el pasado 5 de setiembre le dieron ocho tiros a Flavio Antúnez, 32 años, con antecedentes, en el barrio Samuel de Chuy-Uruguay.
Rara vez las balas, incluso en la cabeza o el pecho, tienen trayectorias compatibles con la vida. Pero si el milagro sucede, habrá que ayudarlo geográficamente estando del lado uruguayo, donde hay un 911, casi 50 policías, dos jueces, ambulancias y la derivación a un CTI en Maldonado, donde Antúnez continúa grave pero vivo.
Del otro lado, sin embargo, cuando se cruza a comprar el café o la leche condensada, se entra a un territorio donde los policías son cuatro, dos por turno.
En la Barra brasileña y La Alvorada residen unas 900 personas y no hay policías. En verano, con 50.000 o 60.000 turistas, se envía una dotación de cuatro efectivos de la Brigada Militar, una de las fuerzas del orden norteño. El resto del año la comisaría luce trancada y de persianas bajas.
Si de por sí la frontera favorece la proliferación de delitos, el descontrol y la impunidad están fogoneando una guerra de gatillo fácil, sea por dinero u odio.
Gatillo barato
La Policía uruguaya no tiene una explicación para la ola de asesinatos en Chuy-Chui. Una fuente policial (casi nadie habla con nombre y apellido en la frontera) especula que los primeros muertos, una seguidilla de casos a comienzos de año, pueden haber sido estrictos ajustes de cuenta vinculados a drogas.
Si fuera el caso, serían chicas las cuentas. Ni Diogo Pino (32 años, brasileño, muerto en Navidad pasada de tres tiros), Lucas Da Silva (18, uruguayo, asesinado el 2 de enero con bala en la cabeza), Marcelo Silvera (39 años, uruguayo, caído tras varios disparos el 6 de enero) o Anthony Roda (21, oriental y muerto a tiros en la calle el 10 de enero) eran peces gordos de la droga.
Un abogado cercano a las causas penales califica a las víctimas como «pobres desgraciados». Apenas mojarritas. Es más, Roda hacía changas y fletes en su carro tirado por caballos y tenía un antecedente pero por violencia doméstica. Uno de sus familiares, que habla desde el anonimato, cree que lo mataron dos vecinos, quienes habrían aprovechado la impunidad de la zona para zanjar viejas diferencias.
Aunque Roda vivía del lado uruguayo, fue asesinado en Brasil, por lo que compete a aquellos cuatro policías investigarlo. «Ya les dije quién fue y dónde vive, pero no hacen nada. Dicen ajuste de cuentas para no hacer nada», asegura este allegado. El problema es doble porque los supuestos sospechosos viven en Chuy Uruguay, por lo que en caso de que decidan hacerlo, las autoridades brasileñas deberían pedir la extradición o esperar a que crucen.
El tránsito de un lado a otro es libre para los ciudadanos (delincuentes incluidos) pero no para los policías. Así que la primera lección que adquiere el delincuente de frontera seca consiste en cruzar apenas ha cometido su fechoría. Además, y dada la coyuntura de debilidad de las fuerzas brasileñas, la lección número dos será buscar, en lo posible, que el crimen sea perpetrado en la patria del ticholo.
El familiar de Roda continúa con su testimonio: «La justicia más tarde o más temprano llega. Lo pagarán (los asesinos). Si la policía no hace nada, aquí hay gente mala como ellos que sabrá hacerlos pagar».
Entonces empieza otra cuestión más complicada. La Policía sospecha de una peligrosa instalación del mercado del sicariato. Habría asesinos de todo tipo: profesionales y amateurs, originales e imitación. Dicen que en el barrio «Toquinho», de Chui, conocido como «La villa» y donde se concentran las bocas de drogas, la competencia bajó los precios. Por $ 5.000 o menos se puede contratar un servicio de muerte.
«Yo lamento mucho porque son chicos jóvenes, no solo las víctimas, sino los que matan. El problema de las drogas es muy serio», asegura la alcaldesa de Chuy, Mary Urse. Agrega que la población sin vínculos con las sustancias u otras actividades ilícitas no se siente amenazada. «El que nada debe, nada teme», repiten los vecinos.
Pero Urse no se resigna. Si bien no está en su competencia, se ha dedicado al problema de la adicción. Estrechó vínculos con la ONG Beraca y envió a unos 20 jóvenes a su hogar más cercano, en Rocha. «Yo prefiero que crean en Dios y no en el diablo», dice sobre el polémico pastor Jorge Márquez, líder de Beraca.
Gatillo fácil
Federico, 20 años, también se salvó de una bala. Se drogaba con cocaína, pasta base y crack. Todas las sustancias abundan en Chuy-Chui y a buenos precios. Cuidaba autos para hacer dinero rápido y comprar la dosis en las bocas del Toquinho. Vendía o empeñaba cualquier cosa: hasta la cédula o la libreta de conducir dejaba ahí por una tiza de 100 pesos.
