Ese es el título, “Un pedacito de cielo”, de la reflexión que pronunció Juan Carlos Ferreira en la tardecita del pasado viernes ante alumnos de 5to. y 6to. año del liceo Nº 2 de nuestra ciudad, en un acto conmemorativo del Día del Libro realizado en la propia institución.
Fueron varios los actos realizados en este marco en diversas instituciones tanto de la ciudad como del interior de Salto. Y trataremos, en próximas ediciones, de rescatar momentos medulares de algunos de ellos.
En el Liceo 2, además de Ferreira (arquitecto de profesión, docente y autor del muy buen libro de cuentos “La casa que no era nuestra”), participaron José Luis Guarino un día y al siguiente Myriam Albisu, Amalia Zaldúa y Alejandra Guglielmone. Antes de leer, ante la atenta presencia de los jóvenes espectadores, el cuento “El olvido”, Ferreira reflexionó sobre su camino como lector de literatura en los términos que a continuación transcribimos.
UN PEDACITO DE CIELO
“Buenas noches. Muchas gracias a los profesores Jorge Pignataro y Facundo Jardim por la invitación y a la Directora y Subdirectora por recibirnos. Quiero recordar algunos textos que han sido importantes para mí en esta religión que es la lectura. Quizás todo empezó con los libros de Constancio C. Vigil: Juan Pirincho, Misia Pepa, La Hormiguita Viajera. Y con Corazón, de Edmundo D’Amicis, que me leía mi Abuela.
Un día, en la vieja Escuela 2, escuchamos: “Porque es áspera y fea; / porque todas sus ramas son grises, / yo le tengo piedad a la higuera”. Esa tarde descubrimos la ternura. Otro día nos hablaron de un burrito: “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón…”. Volvimos a encontrar la ternura. Y también lloramos, porque a nosotros no nos faltaba nada y en otros lugares… “Piececitos de niño / azulosos de frío, / ¡cómo os ven y no os cubren, / dios mío! / Piececitos heridos / por los guijarros todos…”.
Ya más grande encontré a Julio Verne y después a Ray Bradbury. En el liceo, con Bertita conocimos El llamado de la selva y Nacha nos abrió las puertas del universo quiroguiano, del cual nunca más pudimos salir. Sólo digo nombres porque estas profesoras hace tiempo que perdieron sus apellidos, cuando se ganaron nuestro afecto.
En esos años de liceo uno se enamoraba cuatro o cinco veces por año, así que tres o cuatro veces –o cinco– llegaba la tristeza. Entonces leímos a alguien que sentía como nosotros: “Puedo –
escribir los versos más tristes esta noche / pensar que no la tengo, sentir que la he perdido…”. También descubrimos las tragedias de Shakespeare, que son de todos los tiempos, porque hay muchos Macbeths y Claudios en el mundo. Demasiados, ¿no creen ustedes?
Después me pasaron dos cosas. Una noche un libro me dio vuelta la cabeza. Lo empecé y no pude dejar de leer, hice un esquema de los personajes porque se me mezclaban los Aureliano y los José Arcadio, leí hasta que me dormí, ya en la madrugada; cuando desperté, seguí hasta terminar. Cada tanto, como si dijera Me voy a recorrer América Latina abro ese libro y comienzo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
La otra cosa que me pasó fue en la biblioteca de una institución ya desaparecida, la Humboldt Haus; una amiga me comentó Estoy buscando algo de Cortázar. Al ver mi cara de ignorancia absoluta llegó la humillante pregunta ¿No sabés quién es Cortázar? Pasada la vergüenza leí Casa tomada y nunca más pude dejar al cronopio: Rayuela, Los autonautas de la cosmopista, Graffiti, La salud de los enfermos, Apocalipsis en Solentiname… A esa amiga, a quien hace mucho que no veo… gracias por la vergüenza.
Por esos años encontré a don Mario y a Idea, a quienes devoré y un día leí un poema de otro autor sobre esa ciudad a la que los salteños estuvimos muy vinculados, gracias al río, a don Saturnino y a los astilleros. “No nos une el amor sino el espanto; / será por eso que la quiero tanto”. Y ese poeta presintió su destino de dolor: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa” y al final: “Sólo me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”. Fue autor también de cuentos geniales; voy a mencionar uno, El cautivo, intenso y desgarrador, de sólo doscientos cincuenta y cinco palabras.
Este ha sido, para decirlo a la manera de Zorrilla de San Martín, el pedacito de cielo que me ha tocado como lector. Ya peinando canas – es una ilusión–, concurrí al Taller Literario Horacio Quiroga y si alguna vez pude escribir algo, lo aprendí allí. A Leonardo, infinitas gracias. Y a los compañeros del Grupo… gracias a Myriam, Amalia, Alcides, Alejandra… y a Jorge (cuando puede ir)”.